miércoles, 21 de junio de 2023

¿En qué estamos de acuerdo en educación?

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


El problema de la educación en nuestro país es complejo, pero hay dos aspectos, al menos, que parecen capitales. Uno es el de su instrumentalización ideológica, con el consecuente vaivén legal y la desmoralización creciente del profesorado, el alumnado y sus familias. El otro es el de su calidad, que no es en general deficiente, pero tampoco suficiente para bajar la tasa de abandono escolar y contribuir a reparar la brecha – creciente – entre las élites sociales y el resto.  

Reconocidos estos problemas, ¿sería posible afrontarlos desde unos mínimos programáticos con los que estuviésemos todos de acuerdo, y que sirvieran para romper la inercia de utilizar la educación como escenario de batallas culturales e identitarias en las que jugarse el voto? Vayamos a ello. Soñar es gratis. Pero también útil para para imaginar y clarificar fines y referentes.

El primero de estos soñados mínimos está dicho: consensuar, de una vez por todas, una ley educativa que no responda a la lógica de la reacción y la vendetta, sino a un acuerdo de mínimos que la blinde, en sus aspectos centrales, frente a los cambios de gobierno. Todos sabemos que la educación es un asunto político – todo sistema educativo reproduce un determinado modelo social y moral –, pero, por eso mismo, ha de estar sujeto a la política en su acepción más noble: la de arbitrar una ética común que la mayoría comprenda y comparta. Para ello – sigamos soñando – harían falta políticos lúcidos y honestos, capaces de gobernar considerando los intereses, principios y sensibilidades de todos, y no solo los de su propia «parroquia». 

El segundo elemento de este programa imaginario de mínimos es la financiación. A la estabilidad legislativa debería acompañarla una normativa presupuestaria generosa e igualmente blindada frente a recortes coyunturales. Una completa financiación estatal que, de un lado, permitiese a todos educarse a conveniencia (eliminando guetos y centros de élite, y reconvirtiendo, de facto, los centros concertados en públicos) y que, en justa correspondencia, implicase un nivel mucho más exigente de control y evaluación del trabajo educativo.

El tercer elemento se refiere a la formación del profesorado y a la dignificación de la tarea docente. La docencia debe dejar de ser un refugio laboral para personas sin una clara inclinación por la enseñanza. Por supuesto, esa inclinación inicial ha de complementarse con una formación y unas condiciones laborales que permitan el pleno desarrollo profesional: formación sistemática y rigurosa, ratios adecuadas, recursos materiales, licencias e incentivos para la investigación, promoción, apoyo al rol del profesor en el entorno del centro…

El cuarto elemento, relacionado directamente con el anterior, es asegurar la eficacia del proceso educativo, esto es: el logro en el alumnado de determinados aprendizajes. Tanto da que los definamos como «competencias fruto de la asimilación de conocimientos» que como «conocimientos asimilables de un modo competente»; o que empleemos para ese fin herramientas didácticas novedosas o más tradicionales. Todo esto es una discusión menor y de carácter preferentemente técnico.

En quinto lugar, y en cuanto a la concreción de los aprendizajes, debería ser un requisito mínimo su conexión con los retos y problemas (laborales, políticos, científicos…) que determinan el futuro de alumnos y alumnas, con los objetivos y agendas de instituciones de referencia (la ONU, la UNESCO) y con las recomendaciones que establece consensuadamente la Unión Europea en aras de desarrollar un espacio educativo común.

En sexto lugar, es ya inevitable la concepción del aprendizaje desde una perspectiva integral e integradora. Una educación integral es la que atiende a todas las dimensiones de la persona, no solo a la cognitiva o intelectual, sino también a su salud física y mental, a sus vínculos y responsabilidades sociales, a su faceta afectivo-sexual, a su experiencia emocional o a sus criterios éticos.  Y una educación integradora es la que conciliar el principio meritocrático con la compensación de las desigualdades socioeconómicas, culturales e individuales (que son las que más influyen en el éxito o el fracaso escolar del alumnado) a través de decenas de medidas (la detección temprana de problemas de aprendizaje, la atención a la diversidad, el apoyo a ciertos centros, la atención a la escuela rural, la dignificación de la formación profesional, etc.)

En séptimo lugar, y volviendo al principio, creo que todos estamos de acuerdo en el rechazo a una escuela ideologizada y adoctrinadora. Es cierto que en todo sistema educativo se imparten valores, por activa y por pasiva. Pero justo por ello es necesario priorizar el desarrollo del juicio crítico del alumnado. Enseñar a pensar (no en qué pensar) y a dialogar argumentada y constructivamente deberían ser, por ello, no la guinda del pastel educativo, sino su misma masa madre.

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