Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura.
Decía Fernando Díaz-Plaja que para muchos españoles desvalijar una casa y desvalijar al Estado eran cosas ontológicamente muy distintas: lo primero sería «robar», algo inaceptable y vergonzoso; y lo segundo «ser listo», algo no solo permitido, sino digno de admiración (especialmente si no te pillan). Según esta teoría, los mismos españoles que lincharían con gusto al ganapán que le roba la cartera a un señor en el metro, pasearían a hombros al despabilado capaz de defraudar millones a hacienda u obtener una subvención de manera irregular. ¿Por qué? ¿No roba realmente más y a mucha más gente el segundo que el primero?
Algunos han achacado esta incapacidad
para percibir la inmoralidad de robar al Estado – es decir: a toda la
ciudadanía – al individualismo feroz y a un cierta incapacidad de abstracción
atribuida típica (y tópicamente) a los españoles. Por lo primero, el Estado se
entendería como una odiosa imposición dirigida a estorbar – con sus normas y
trámites – y asaltar a impuestos a los individuos; esto último no para sostener
hospitales, colegios o carreteras, ojo, sino para mantener a los políticos, que
«son unos ladrones». Y claro, quien roba a un ladrón…
Por lo segundo, pareciera que a los
españoles les costara comprender al conjunto de la ciudadanía como sujeto
moral. Debe ser por eso que cuando – no siendo policía – llamas la atención al
energúmeno que se lleva los adoquines de una obra pública o abre un pozo ilegal
en el chalé, acusándole de estar robando o perjudicando a todos, este te mira
con cara de desconcierto y hasta indignación. ¿Quién es «todos»? Para él, un
ente al que no se le pueda poner una cara o un nombre concretos no es una
persona y, por lo tanto, no se le puede robar de ningún modo. A lo que añaden
aquello de que «lo que hay en España es de los españoles» (siempre que con eso
no le toquen lo suyo, lo de su familia o de sus amigos, claro).
Esta españolísima tendencia a considerar
aceptable (y hasta elogiable) el trincar del Estado (es decir: de lo que es de
todos) no es lo único que explica la asiduidad y desvergüenza con que ministros
y altos cargos se corrompen en cuanto hay comisiones de por medio. La otra es
la no menos demencial costumbre de poner las lealtades partidistas por encima
de las convicciones éticas (cosa que pasa en absolutamente todos los partidos,
incluyendo a los más presuntamente alternativos o retóricamente comprometidos
con la revitalización democrática).
Resulta significativo, en fin, que este
penúltimo gran escándalo de corrupción haya estallado justo cuando se celebraba
el 40 aniversario de la adhesión de España a la Unión Europea. Cuarenta años ya
sin que, de momento, se haya dado aquello que Ortega y tantos regeneracionistas
anteponían – asociado a nuestra integración en Europa – a cualquier reforma o
mejora económica: una profunda y verdadera reforma intelectual y moral.
Todavía estamos esperándola.
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