Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Suele pensarse de manera harto simple que
el derecho y la fuerza son dos fuentes antagónicas de poder político. Se trata
de un análisis simplón, porque olvida que el derecho puede nacer de la fuerza
(en los regímenes tiránicos también hay leyes) y que la fuerza es parte
constitutiva del derecho (en las democracias también hay policías). Sea como
fuere, en la política el tamaño importa (en esto, según los más rigoristas, se
diferencian la política y la ética), y aunque no hay derecho sin ejercicio de
la fuerza, parece que es menos fuerza si la ejerce la mayoría y solo en
determinados ámbitos (como en las democracias liberales) que si la ejerce una
minoría en todos los órdenes de la vida (como en los regímenes totalitarios).
Pues bien, podemos decir que, si durante
muchos años (desde el final de la II Guerra Mundial) el derecho y la democracia
liberal han gozado de una época dorada, hasta el punto de que sus formas se
extendieran al ámbito de las relaciones entre naciones, generándose por vez
primera un conjunto de instituciones de legalidad internacional que nos han
permitido soñar con la sociedad cosmopolita y pacífica que idearan los
filósofos ilustrados, hoy día todo este castillo de naipes se ha venido abajo
de forma estrepitosa, inequívoca, brutal y no sabemos si definitiva.
El imperio de la fuerza bruta, no ya solo
de líderes del lado más incivilizado del mundo, como Putin, sino de los de
naciones que creíamos adalides de la democracia liberal, como Israel o EE. UU,
han pulverizado ochenta años de esfuerzos y pretenciosa retórica
internacionalista. Diríase que a la desregulación económica y financiera
propiciada por el extremismo neoliberal le ha seguido la desregulación de los
mecanismos de poder internacional, apenas sujetos – hasta ahora – por un leve e
incipiente andamiaje de regulación normativa y una difusa bruma moral. Tras el
desgarramiento de esa ilusión se ha vuelto, en suma, a esa suerte de viejo «anarcobelicismo» por el que
las naciones militarmente más poderosas golpean unilateralmente a otras para
lograr sus intereses sin más legitimidad que la de su fuerza.
El problema, claro está, es que este
mundo ya no es el de siempre. De un lado, la capacidad destructiva es hoy
incalculable; y de otro, la sucesión de guerras propiciada por esta vuelta al
más rancio realismo político impide o aplaza la imprescindible conjunción de
voluntades y energías que se necesita para afrontar los problemas globales que
nos acechan: la crisis climática, la desigualdad creciente, la pérdida de
biodiversidad y recursos...
Y que ningún ingenuo se crea que esto va
de librarnos de la tiranía de los fanáticos iraníes o de restaurar la
democracia allí donde no la había. Va de obtener poder y ventajas en un planeta
más limitado que nunca, y de instaurar gobiernos títeres – a cargo de pueblos
sumisos – que no amenacen la hegemonía de los poderosos. Tras Irán, serán
sometidos del todo Gaza y Ucrania, y después le llegará probablemente el turno
a Groenlandia/Dinamarca y Taiwán. Y así seguiremos si la guerra no desata
antes, en cualquiera de sus inciertos pasos, un desastre irreversible.
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