Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Se celebra estos días en Egipto una nueva cumbre climática
mundial. Pero, aunque como escaparate político y mediático tenga su aquel, su
utilidad inmediata parece reducirse a negociar cuotas entre países ricos y
prometer compensaciones a los más pobres (esto es: a los que menos contaminan,
pero sufren con más intensidad los efectos de la contaminación). Acuerdos y
compensaciones que, por demás, casi nunca se llevan a cabo y de los que suelen
autoexcluirse las naciones que más daño medioambiental provocan.
Mientras tanto, el cambio climático y sus catastróficas
secuelas son ya un hecho constatable e imparable. Un hecho ante el que la
mayoría, ricos o pobres, no quiere hacer nada que se oponga sustancialmente a
sus deseos por mantener o conseguir un desarrollo material que sabemos materialmente
inviable, y de cuyo anunciado colapso no nos va a salvar ningún milagro
tecnológico. Parece que estuviéramos dispuestos a asumir cualquier riesgo antes
que renunciar a cierto nivel de vida. ¡Ya apechugarán otros, o los que
vengan detrás!
Los que vienen detrás son jóvenes sin más expectativas de
progreso que las del precariado de por vida y 30 o 40 metros cuadrados
alquilados a precio de oro en algún suburbio. Jóvenes que, pese a que no van a
disfrutar como nosotros del bienestar y de los bienes que nos han procurado
decenios de desarrollo insostenible, van a sufrir directamente sus
consecuencias en forma de sequías crónicas, escasez energética, crisis
alimentarias, migraciones masivas y, probablemente, luchas sin cuartel por los
recursos básicos...
Ante esta alarmante e injusta situación algunos de esos
jóvenes se dedican a pintarrajear las paredes de los museos más chics o
a verter tomate – supongo que orgánico – sobre el cristal de cuadros
ridículamente sacralizados (y por los que, por cierto, se pagan cantidades
obscenas – también en concepto de seguros – que servirían para pagar con creces
lo que debemos a los países afectados por nuestra polución). Pero la delicada
y simbólica rebeldía de estos jóvenes activistas es todavía más inoperante y
efímera que la de las cumbres climáticas. Para torcer realmente el rumbo (es
decir, para mitigar el cambio climático, pues invertirlo es ya imposible) haría
falta algo mucho más sustancioso y consistente; algo con que movilizar en la
misma dirección y de forma masiva a distintas generaciones. Haría falta, en
fin, cierto tipo de educación…
En este sentido, no podemos menos que celebrar que, pese a
las críticas que recibe (algunas merecidas), en la nueva ley educativa española
se reconozca por vez primera de manera explícita la necesidad de la
educación para el desarrollo sostenible y la lucha contra el cambio climático
en todas las etapas de la educación formal, desde la Educación Infantil a la
Formación Profesional o la Educación para Adultos.
Un reconocimiento este que ha ido, también por vez primera,
mucho más allá de los preámbulos y los artículos más genéricos de las leyes
para infiltrarse de manera estructural (y no retóricamente transversal) en los
currículos de todas las áreas y materias en las que se forma a niños y
adolescentes. Así, la comprensión de las causas y efectos del cambio climático
o de las relaciones sistémicas entre la economía, la desigualdad y los
problemas ecológicos, junto a conceptos como los de biodiversidad,
responsabilidad ambiental de las empresas, economía circular, soberanía
alimentaria, comercio justo o decrecimiento, habrían de constituir, según la
ley, la base para el desarrollo, desde la perspectiva específica de cada
materia, de hábitos y actitudes relativas al consumo responsable, el respeto a
los animales, la movilidad sostenible, la gestión de residuos y la eclosión, en
general, de una conciencia ecosocial mantenida y generalizada.
Y todo ello no solo a través del trabajo con distintas
materias o áreas, sino, mucho más importante, desde el enfoque reflexivo y
argumentativo que proporcionan asignaturas tan formativamente decisivas como
Ética o Filosofía. Qué el alumnado, ya desde primaria (en la novedosa área de
Educación en Valores Cívicos y Éticos), se pregunte por el deber ético de
cuidar de nuestro entorno y sea capaz de razonar y dialogar en torno a cuáles han
de ser nuestras prioridades al respecto, es la garantía de que sobre este tema
no hay adoctrinamiento alguno, y de que los valores y actitudes que acabe por
adoptar el alumno serán el fruto de su convicción personal, y no de la
repetición militante y dogmática de los mensajes al uso.
La educación ética no garantiza, por supuesto, que vayamos a
ganar la batalla contra nosotros mismos a la que nos empuja la crisis
climática, pero es la mejor herramienta, junto a las leyes (mejor, de hecho,
que estas, porque aporta el elemento fundamental de la convicción y el
diálogo), para intentarlo…
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