Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periodico Extremadura
Digo esto por el kafkiano laberinto normativo en que se está
convirtiendo la aplicación de la nueva ley educativa (la LOMLOE); una ley que
vino para librarnos de la infausta LOMCE pero que, al final, está siendo
distorsionada de tal manera que va a acabar por ser más reglamentista y
controladora aún.
Digo que se está distorsionando porque la LOMLOE no vino al
mundo con la intención de imponer talibanamente un modo u otro de enseñar. La
idea era más bien la contraria: permitir que los maestros y profesores más
innovadores pudieran trabajar bajo un marco legal más ancho y permisivo para
que así, y gracias a la eficacia y calidad de sus propuestas, se incitara a
otros a subirse al carro.
Es por esto que los precursores de la LOMLOE insistieron
desde el principio en la necesaria autonomía de centros y docentes, en la
importancia de la vocación y la formación de estos, y en generar una estructura
curricular que los liberara de la camisa de fuerza de los contenidos
(desarrollados de modo enciclopédico por la ley anterior), señalándoles no más
que unas competencias generales, una relación básica, ampliable y flexible de
saberes, y una serie igualmente genérica de criterios de evaluación que cada
centro, departamento y educador podría afinar para ajustarla a su alumnado, a
su particular estilo pedagógico y a la realidad variable de sus aulas...
Pero nada de esto ha ocurrido. Gran parte de las comunidades
autónomas han decidido (o eso parece) que dar tanto poder a los agentes
educativos reales (los centros y sus maestros y profesores) no podía ser bueno.
Por ello, y no sé para demostrar qué, han llenado las leyes de
prescripciones y desarrollos absurdos que solo sirven para desanimar a los que
quieren cambiar las cosas y multiplicar el rechazo de los que no quieren
cambiar nada.
Así, hay comunidades que han multiplicado por dos la
extensión de los currículos ministeriales, empeñándose en prescribir a los
docentes (no sea que ellos no fueran a caer) cada una de las relaciones
que pueden establecerse entre competencias para cada una de las
materias, en multiplicar los saberes básicos y los criterios de evaluación, en
inventar retóricas e incomprensibles instrucciones, en establecer porcentajes
para ponderarlo todo, o en repetir hasta la náusea las mismas invocaciones
retóricas a los preceptos y valores de rigor… Todo como si hubiera que
demostrar que en tal o cual comunidad se legisla más y mejor que en ningún otro
sitio o que, puestos a reformar y a ser innovadores no hay quien los gane...
Hay cosas que, en este afán por ser más papistas que el
papa, rozan el surrealismo más absoluto. Un ejemplo son las famosas «situaciones
de aprendizaje», un recurso didáctico (entre muchos otros) que no se sabe quién
(ni por qué) ha decidido estipular como formato universal de toda actividad en
el aula. Otro es el de las «rúbricas» que, de herramienta de uso ocasional, han
pasado a constituir una suerte de rito de contabilidad obligatorio. Otro el de
la cansina alusión a los “retos y desafíos del siglo XXI”, una relación común
(y un tanto desmadejada) de problemas y objetivos socioeducativos, aparecida en
unos cuantos artículos pedagógicos, que tuvo que parecerle pasmosa (o
suficiente para dar el lustre que se buscaba) a algún gerifalte de los que
marcan tendencia en los despachos. De todas estas cosas da igual, además, lo
que se sepa (poca gente sabe hacer realmente una situación de aprendizaje o una
buena rúbrica); lo importante es que «estén», que se nombren, que aparezcan en
los papeles…
Podríamos seguir contabilizando dislates burocráticos, pero
esto lo sería aún más. Baste recordar con melancolía que la educación nada
tiene que ver con la repetición mecánica de técnicas o mensajes, ni con
el registro o la evaluación obsesiva de cada gesto o paso del aprendiz (nadie
aprende nada – más que a depender de la aprobación de los demás – sometido
constantemente a juicio). Parece que hubiera un miedo atroz a permitir que
docentes y alumnos puedan enseñar y aprender en libertad, sin más pauta que un
índice elemental de competencias, contenidos y normas. ¿Será ese miedo el que
explica nuestra insana afición a reglamentar al milímetro lo que ni puede ni
debe serlo? Tal vez. Pero en ese caso lo que toca es aventurarse… Al fin, es
mucho más educativo cuestionar las normas que seguirlas ciegamente…
Gracias por poner voz a lo que estamos viviendo y sintiendo.
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