lunes, 1 de noviembre de 2021

Apología del tertuliano

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.



Los tertulianos de los medios tienen (tenemos, he de incluirme en el lote) muy mala prensa, aunque, como pasa con los vicios, se fustigan en público y se disfrutan en privado. Curiosamente, se les vilipendia con frecuencia desde las secciones de opinión de los periódicos, es decir: por parte de esa otra especie de tertuliano en formato monólogo que son (somos) también los columnistas. No digamos si, además, el crítico es novelista y está acostumbrado a opinar lo que le viene en gana bajo el legítimo pretexto de la ficción – ¿habrá mayor tertulianismo que ese? –

No sé, en fin, a qué viene esta manía de crucificar a los que se dedican a opinar en los medios audiovisuales, es decir: a exhibir ante la cámara o el micrófono lo que la inmensa mayoría de los ciudadanos hace de la noche a la mañana en casa, en el trabajo, en cualquier lugar público y, por supuesto, y a todos los niveles, en los corrillos del poder: opinar y juzgar sobre todo y sobre todos. ¿A qué viene entonces ese desprecio por los tertulianos de la tele? ¿Tan difícil es ver la viga en el ojo propio?

A veces creo (opino) que la cosa está en lo mucho que se acredita uno desacreditando cosas. No sé si es algo autóctono o un rasgo universal de los seres humanos, pero a la gente le encanta vapulear moralmente a la gente (“la gente” es ese extraño colectivo al que, dado el desprecio con el que se le refiere siempre, parece que no perteneciera nadie). Cuanta más gente hundo o desprestigio, más me enaltezco y justifico yo mismo: esa es la idea.

Uno de los argumentos de los que critican el tertulianismo es que los tertulianos no suelen ser expertos en lo que tratan y se limitan, por tanto, a opinar sobre todo sin demasiado rigor. Es cierto. Pero no conviene confundir las cosas. Una tertulia (pública o privada, mediática o no) no es un congreso académico, sino una reunión de personas hablando y diríamos que en ejercicio de su ciudadanía democrática. ¿Y qué ejercicio es ese? Pues está claro: el de opinar, a partir de la información de la que el ciudadano medio dispone, sobre asuntos (por frívolos que sean a veces) de interés público.  

Esto último es importante aclararlo. La democracia es el imperio de la opinión y no, en absoluto, del juicio de los expertos – lo que equivaldría a una suerte de tecnocracia u oligarquía de sabios –. Esto quiere decir que, aunque confiemos en los expertos y los científicos para obtener información, la toma de decisiones no depende de ellos, sino de la ciudadanía en su conjunto. Esto tiene su lógica: la ciencia es un saber descriptivo y técnico, que se ocupa de hechos, y no de valores, por lo que carece de competencia política para dilucidar lo que es justo e injusto. Así, dado que no creemos que haya expertos o científicos en el asunto de la justicia, no queda otra que recurrir a la opinión, sea la de uno solo (como en los regímenes despóticos), sea la de la mayoría (como en las democracias). De ahí el valor político y cívico del debate de opinión, esto es: de las tertulias y los tertulianos, sean de barra, de plató, de red social o de bancada parlamentaria.

Por supuesto, esto no quiere decir que no se pueda y se deba mejorar la calidad del debate público. Es cierto que las tertulias mediáticas (y todas las demás) son caldo de cultivo para la demagogia y el populismo, algo casi consustancial a la democracia, siempre en un tris de convertirse en un patio de vecinos, pero evitarlo no consiste en denigrar el trasiego de opiniones que la constituye (sustituyéndolo por el pontificado de los tecnócratas), sino en perfeccionarlo.

De entrada, hay que reconocer que encender la tele o la radio y toparse con una tertulia (preferentemente política o cultural, pero hasta las más frívolas valen) es democráticamente preferible a hacerlo con un desfile, una corrida de toros o la Santa Misa (los tres programas favoritos del extinto régimen). En segundo lugar, se trata de elevar el nivel, diríamos filosófico, del tertuliano medio. No dictaminando que sean los más sabios o filósofos los que únicamente hablen, ni haciendo que los que siempre hablan sean filósofos, sino dándole voz a una ciudadanía filosóficamente cada vez mejor formada.

Es el sueño con que alucinamos algunos en esta caverna: el de concebir la democracia como el gobierno de un pueblo educado para hacer política, esto es, para poder dilucidar libre, pero también crítica y racionalmente (si es que ambas cosas, ser libres y actuar racionalmente, no son lo mismo), lo que es o no es justo. Y hacerlo, claro está, en diálogo –o tertulia – permanente con los demás. No se va a lograr mañana. Pero si nos acostumbramos a hablar y discutir – en los medios, en la calle, en las aulas, en donde sea –, las cosas solo pueden ir a mejor. O eso opino yo.

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