miércoles, 31 de julio de 2024

Ecologistas con ático en el centro

 

Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura.

Hace unos días, el secretario general de la ONU, Antonio Guterres, nos recordaba los efectos del cambio climático; efectos que llevarán a miles de millones de personas (las más pobres) a vivir por encima de los 50 grados Celsius. Hasta aquí todo bien (¡bien terrible!). El problema estaba en la atribución de causas. Sostuvo Guterres que el cambio climático era debido a la «adicción humana a los combustibles fósiles». ¡Pésimo «diagnóstico»! No ya por ese funesto vicio de convertirlo todo en una patología (que también), sino porque el político portugués, en la peor tradición liberal, fustiga a los individuos sin dedicar una palabra a las causas estructurales de esa presunta «adicción». Vamos a recordarle algunas.

Desde hace más de dos siglos el capitalismo industrial ha ido obligando a la gente al abandono de las zonas rurales y a vivir en la periferia de las grandes urbes. Desde hace cincuenta años la gentrificación y la especulación urbanística (aceleradas por el negocio turístico) han estado expulsado igualmente a la gente desde el centro al extrarradio. El efecto de este fenómeno global y masivo ha sido, obviamente, la multiplicación del tráfico urbano. Quien vive en los inmensos suburbios de cualquier megalópolis no puede ir regularmente a su trabajo en bici o dando un paseo, privilegio reservado a las élites, que son, cada vez más, las únicas que pueden vivir en el centro.

Desde luego que hay grandes urbes en las que existe una amplia y moderna red de transporte público, pero en la mayoría este es ineficaz e insuficiente. Eso por no hablar de la incomunicación de las zonas rurales o entre pequeñas ciudades de provincia. El desmantelamiento de la red ferroviaria que antaño articulaba el territorio (para invertirlo todo en autovías y unas pocas líneas de alta velocidad) o la deficiencia (o inexistencia) de infraestructuras de comunicación en las regiones más pobres hacen que, para muchísimas personas, la única alternativa sea, invariable y obligatoriamente, el coche.

Así que nada de «adicción a los hidrocarburos», señor Guterres. Para la mayoría de los que no podemos vivir en un ático en el centro el automóvil no es un vicio, sino una necesidad; no tenemos otra forma realista de acudir al trabajo, la escuela, el hospital o el supermercado; ni disponemos de medios para costear (o simplemente para hacer viable) el uso de vehículos que, como los eléctricos, distan mucho de ser prácticos y sostenibles – mucho menos si se comienzan a utilizar en masa –.

Así que, en lugar de echarnos el muerto encima, abogue usted por multiplicar por mil el transporte público, por invertir en trenes que vuelvan a conectar pueblos y ciudades, por cortar de raíz con la especulación de la vivienda en los centros urbanos o por extender el teletrabajo voluntario… Y ya verá, ya, cómo los curritos acudimos en bus al trabajo o, en estas tórridas fechas, nos vamos en tren a Benidorm o Chipiona – y no andando, como tuve que escuchar recientemente a un académico gurú del ecologismo patrio, de esos que hablan y entiendes a la perfección porque la gente vota a Trump, Abascal o Alvise –.

 

jueves, 25 de julio de 2024

«Vamos a escuchar»

 

La Niña de la Huerta con Francis Pinto (Peña Flamenca Llerena) 
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura y en la Crónica de Badajoz.


Los aficionados al flamenco tienen una jerga parecida a la de los palmeros que acompañan y animan el cante (esos que dicen ole y tocan las palmas, que cantaba Montse Cortés en el penúltimo disco de Paco). Y en esa jerga hay una frase ritual para cuando el respetable no lo es tanto: es el «vamos a escuchar», lanzada lapidariamente y en voz alta por un cabal y con la que se invoca el recogimiento y el silencio necesarios para que se geste el cante.

Pues bien, al discurso racional le pasa como al cante flamenco: hay que hacerle sitio, guardarle silencio; no se impone pasivamente, como el reguetón a todo volumen de un macarra motorizado o los bulos de Trump, sino que requiere de una cierta actitud receptiva, de un nivel mínimo de actividad mental, y de algo tan caro en estos tiempos como es la atención. 

Diríamos que eso mismo que exige la buena música – y todo lo que es bueno en general– es lo que también exige el debate público: un «vamos a escuchar» colectivo y una actitud constructiva e inteligente – más que pasiva y pasional – en torno a las opiniones de otros. No ignoro que tal cosa sea más fácil de conseguir en el ámbito del arte que en el del debate, en el que se negocian cosas tan delicadas como las identidades personales y colectivas, pero hay que intentarlo. Nos va en ello aquello tan famoso de la regeneración democrática.

Frente a las tendencias «neoluditas» contra las redes, a las que se responsabiliza frívolamente de la polarización y degeneración política, hay que recordar que la ampliación y desjerarquización del espacio público (aun controlado de forma privada, no lo olvidemos) que procuran dichas redes representa, al menos en teoría, un sólido avance democrático. Nunca ha habido tanta gente en condiciones técnicas de intervenir en el debate público y en la conformación de la opinión común. Lo que hace falta ahora es promover las condiciones cívicas e intelectuales que complementen a esas posibilidades técnicas. Y una de esas condiciones es, sin duda, la que representa ese flamenquísimo «vamos a escuchar».

Una buena «ciudadanía digital» no depende tanto de la alfabetización mediática como de la generalización de una ética del diálogo. Una ética por la que cada vez que decimos «yo opino» valoremos más el significado del verbo «opinar» que las implicaciones afectivas e identitarias del pronombre «yo», de manera que resituemos nuestra perspectiva como lo que es (una perspectiva más) y dejemos espacio a la comprensión de la perspectiva ajena. Un buen ejercicio socrático que propondría al respecto es este: no opines nunca sin antes resumir las ideas de tu interlocutor en una formulación que este apruebe; esto demostraría que, como poco, hemos escuchado y entendido su punto de vista. Sin esta escucha no hay diálogo posible, ni interacción humana que no sea simple impostura. 

Eso sí: recuerden que hacer el esfuerzo de entender a los demás supone correr el riesgo de ver las cosas de modo tan distinto que uno se pierda, haya de buscarse y salga de ese proceso crecido y transformado. Exactamente igual que cuando escuchas una soleá que te vuelve del revés. Es algo que te saca de tus casillas, pero para dejarte en un lugar más alto. Así que ya saben: vamos a escucharnos, por favor.

miércoles, 17 de julio de 2024

Juegos

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura. 


Decía Ortega y Gasset que la vida no tiene más sentido que el de un gigantesco espectáculo deportivo. Vistas
«desde dentro», y sujetas a las reglas que inventamos, las cosas cuadran, existen medios y fines, la gente se entrega, sufre y goza hasta lo indecible. Visto «desde fuera», objetivamente, es algo completamente arbitrario, un simple juego ante el que cualquier asomo de gravedad o compromiso resulta patético. Pasa como con el fútbol. Visto «desde dentro» es un grandioso fenómeno cultural, una historia épica llena de sentido, lucha, triunfo y belleza. Visto «desde fuera» no hay más que veintidós homínidos dándole patadas a una bola de trapo hasta meterla con incomprensible alborozo en una red.

Es así. A vuelo de pájaro nuestros afanes diarios, nuestras vidas enteras, parecen insignificantes: una coreografía fugaz y apresurada, puro teatro del absurdo, una broma que nadie entiende. Tal vez sea por esto por lo que a los seres humanos nos gusta tanto jugar. Johan Huizinga, el filósofo que nos describió como «Homo ludens», decía que uno de los rasgos positivos del juego era la creación de un cosmos, de un orden cerrado en relación con el cual era posible el logro de una cierta ilusión de perfección con la que reforzar el orden incompleto e intrascendente de la existencia. Mientras que en el cosmos delimitado del juego uno puede aspirar a dominar, aprender y triunfar, en el universo real, fundamentalmente inconmensurable con nuestros deseos e ideales, no parece que quepa más que una frustración tras otra. 

Pero el juego, por perfectamente ordenado e ilusionante que sea, no puede distraernos más que un rato del paso mortal del tiempo. Cuando acaba el juego volvemos de nuevo a la insignificancia, a la conciencia de que todo está condenado al olvido, y de que, por ello, no hay afán o pasión que merezca mínimamente la pena. Por ello hay quien se agarra con desesperación al vicio lúdico, persiguiendo la sombra de sentido que encuentra en él, o quien cambia radicalmente de juego, sustituyendo el pasatiempo deportivo o el juego de azar por el juego religioso, mucho más intenso y penetrante, y cuyo premio explícito es la victoria definitiva sobre la muerte y la nada. Todo juego tiene algo de rito y de vínculo simbólico con lo trascendente; pero la religión convierte esta dimensión en la parte central del espectáculo, exigiendo, además, una entrega absoluta de los jugadores. La apuesta lo merece, pensaba Pascal.

¿Y qué hay del juego artístico o de la especulación filosófica? Estos juegos son, sin duda, menos potentes que el religioso, pero a cambio dan mayor protagonismo al jugador. Y en lugar de una cierta ilusión (como el juego deportivo), proporcionan una ilusión cierta. A saber: la de saber que si todo fuera realmente un cuento repleto de ruido y furia narrado por un idiota, no entenderíamos nada. ¡Pero es un hecho que entendemos! Incluso que entendemos todo lo que no entendemos. Apliquen el viejo método de exhaución y se aproximarán a la cuadratura del círculo. Y si no quieren decir eureka, o evohé… griten al menos ¡gol!

jueves, 11 de julio de 2024

Faltan inmigrantes

 

Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura


Se informaba hace unos días, en este mismo periódico, de la creciente y desesperante necesidad de trabajadores que tiene nuestra región. Faltan jornaleros, peones, camareros, camioneros, albañiles, carpinteros, electricistas, profesores, ingenieros, informáticos, médicos... Y no solo en Extremadura. Según un reciente informe, España está en máximos históricos en cuanto a puestos de trabajo sin cubrir, situación que empeorará notablemente en cuanto comience a jubilarse la nutrida generación del baby boom.

Todo esto supone una rémora para todos: para los ciudadanos, que se las ven y desean para contratar ciertos servicios; para las empresas, que no pueden crecer y, a veces, ni mantener siquiera su nivel de actividad; y obviamente para el Estado, cuyos recursos dependen en gran medida de la fiscalización de tales empresas. De esos recursos estatales y de la cotización de los cada vez más escasos trabajadores habría de provenir – no se sabe aún cómo – la enorme cantidad de dinero que hace falta para pagar las pensiones de una población cada vez más envejecida.

¿Soluciones? Dado que por variadas razones (no solo económicas) la tasa de natalidad lleva decenios bajo mínimos, y que, por múltiples factores también (en absoluto económicos), hay trabajos que no queremos hacer los nativos, la solución que se ha impuesto es recurrir a la inmigración. Los inmigrantes son contribuyentes netos a las arcas públicas, y llegan con el suficiente grado de desesperación (el mismo que teníamos nosotros hace 70 o 60 años) como para aceptar los trabajos que ya no queremos hacer los españoles. En cuanto al gasto público que ocasiona su integración, este resulta insignificante en relación con los beneficios que procuran; más aún si lo comparamos, por ejemplo, con el coste del subsidio de desempleo o con el gasto sanitario que supone atender a millones de jubilados.

¿Entonces? ¿Cuál es el problema con la inmigración, del que políticamente vive la extrema derecha – y cada vez más la derecha a secas –? Pues no es fácil de determinar. Desde un punto de vista estrictamente económico el problema real sería que no vinieran inmigrantes. De hecho, uno de los problemas de la economía extremeña es que somos una de las regiones con menos inmigración. Y en España, aunque la población de trabajadores no nacidos en el país ha aumentado notablemente, esta no representa aún ni una mínima parte de todos los que harían falta.

Dicen algunos que la llegada de inmigrantes amenaza nuestro modo de vida. Pero la verdad es que ese modo de vida es complementa insostenible sin ellos. ¿Queremos mantener ese mismo modo de vida y, a la vez, la «pureza» de la civilización cristiana, o de la cultura española, francesa, alemana, catalana, etc., frente a «negros» y «moros», como afirman los demagogos de la ultraderecha? Muy bien. Podemos empezar a convencer a nuestros hijos de «pura raza» para que asfalten autovías, limpien habitaciones de hotel o recojan fresas, volver a convertir a las mujeres en máquinas de tener hijos, y hacer lo necesario para rebajar la esperanza de vida a 65 o 70 años. Es claro que ni aun de este modo lograríamos nuestro objetivo pero, eso sí, seríamos europeos y españoles de pura cepa (es decir, descendientes históricos de «negros y moros»). Y hasta es posible que, legítimamente insatisfechos con ese escaso nivel de vida, a muchos de nosotros nos diera por volver a emigrar, como hacíamos no hace mucho, y como hacen hoy miles de personas jugándose la vida en frágiles cayucos para mejorar un poco su existencia y de paso, y sobre todo, para asegurar la nuestra.

miércoles, 3 de julio de 2024

Soledad con androide al fondo

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Lo recuerdo con viveza aunque hayan pasado ya más de cuarenta años. Era una tarde de Nochebuena y teníamos que recoger a una de mis abuelas, que vivía sola en una barriada del extrarradio, para llevarla a cenar a casa. Cuando ya nos marchábamos me llamó la atenció
n la postura encorvada de una anciana que permanecía sentada en un banco no lejos de nosotros. La luz del crepúsculo invernal no dejaba ver muy bien, pero cuando logré hacerlo advertí que la mujer estaba abrazada con todas sus fuerzas, casi fundida, a un perrillo pequeño que sostenía en su regazo. La figura de aquella viejecilla sola, inmóvil, agarrada a su perro en mitad de aquel descampado en vísperas de Navidad se me quedó en la memoria como el más triste retrato de la soledad absoluta.

Hasta que hace unos días me tope con otro igual o más melancólico aún. La imagen, publicada en la prensa, era de otra anciana, sentada en una modesta mesa de cocina, que dejaba caer dulcemente la cabeza sobre el rostro dibujado e inexpresivo de un robot groseramente parecido a un pingüino y que, según se decía más abajo, estaba programado hasta para reaccionar a las caricias. Contaba la mujer que vivía con aquel autómata desde hacía cuatro años, y que este sustituía a la familia, los hijos y a la pareja que no tenía. Si creía que no podía hallar nada más triste a la anciana aquella del perrillo, me equivoqué de plano.

Los filósofos asocian la tristeza a la idea de un mal o disminución. ¿Pero tan malo o imperfecto es que las personas no tengan más remedio que acallar su soledad – o incluso prefieran hacerlo – con un animal o una máquina en lugar de con otro ser humano?

Yo creo que sí. Que proliferen mascotas o engendros mecánicos en sustitución de personas en hogares, asilos u hospitales me parece algo intrínsecamente perverso. No niego sus ventajas prácticas (por ejemplo, económicas), pero no es menos innegable que sustituir interacciones humanas, por simples que puedan ser, por otras más primarias o mecánicas, por complejas que puedan parecer, representa la pérdida de algo esencial, y algo, por tanto, objetivamente triste.

Tal vez lleguemos a acostumbrarnos a la extraña conversión del objeto (la máquina) en sujeto, no digo que no. Quizás esto tenga relación con la cada vez más intensa instrumentalización del mundo y del prójimo a la que parecemos abocados (si de forma cada vez más infantil concebimos a las personas que nos rodean como instrumentos, ¿por qué no vamos a dejar de considerar a los instrumentos como personas?).  Es posible que el progreso sea esto: una absoluta experiencia de unión con un «otro» a medida, con un mundo en que ya nada nos sea indomesticable o ajeno. Pero a mí, más que una supresión de lo ajeno lo que todo esto me parece es una completa enajenación colectiva. Esa por la que probablemente vamos a perdernos de nosotros mismos, ahogados, como Narciso, en un líquido mundo de apariencias. Consúltenlo con su androide más cercano.

 

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