Creía el filósofo Walter Benjamin que, antes de la
llegada de la técnica y la cultura de masas, la obra de arte poseía una especie
de “aura” o “presencia irreproducible” – para la mayoría lejana e imposible de
gozar – con la que se distinguía del
resto de las cosas. Nos atreveríamos a decir que también el flamenco – cuando
es fenómeno popular – tiene un aura, pero un aura que, más que la expresión
irrepetible de una “lejanía” – que dice Benjamin –, se relaciona con una
particular “cercanía”. “Cercanía” que no es la de la experiencia
estética privada o la identidad de clase propia al arte de élites – sino la de
la creación común y anónima, ajena a todo sentido de propiedad – ni tampoco la del consumo gregario de la
cultura de masas – sino la de la comunión activa, consciente, espontánea, por
la que un grupo cercano de personas hacen de su propio espacio y tiempo algo
extraordinario y fértil –. Por ello el flamenco – cuando
no es exhibición patrimonial o mera mercancía mediática – ocurre mejor en lo
vivo de la reunión, la peña, la plazuela, lejos de ese trampantojo del poder
que es el gran escenario, y cerca de un público que participa – jalea, bate palmas, cuando no se lanza al
centro de la fiesta, o sus cercanías – en la creación colectiva... Sobre esto trata nuestra última colaboración en El Periódico Extremadura. Para leer el artículo completo pulsar aquí.
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