Recuerdo, hace años, a una
compañera quejarse amargamente de que los alumnos le reprocharan la
misma impuntualidad que les recriminaba habitualmente a ellos.
“¡Habrase visto – contaba indignada –, decidme que yo también
llego tarde! ¿Y qué tendrá eso que ver? ¡Pues os aguantáis –
contó que les dijo a los alumnos –: cuando
seáis padres, ya comeréis huevos!”.
Me acuerdo de la castiza naturalidad con que lanzó esta especie de
proclama supremacista de los huevos y de la sonrisa, igualmente
espontánea, de los colegas allí presentes…
Lo cierto es que la escena no tenía nada de asombroso. El
prejuicio cuartelero de que la veteranía es fuente incontestable de
privilegios – por arbitrarios que estos sean – es común no solo
en las aulas, sino en casi todos los ámbitos sociales y
profesionales. Así, se supone que los empleados más jóvenes, los
docentes primerizos, los médicos en prácticas, los reclutas recién
llegados, etc., han de realizar las tareas más ingratas (y, a veces,
difíciles), trabajar más, cobrar menos, y someterse sin chistar a
los hábitos, órdenes y caprichos de los colegas de mayor edad (y no
siempre de más categoría o mérito). Este dogma es parte de una
vieja estructura “gerontocrática” de dominación que está
presente (entremezclada con otras como la clase social, el género o
la profesión) en casi todas las culturas, y cuyo éxito se debe, en
gran medida, a un “contrato generacional” implícito: aquel que
asegura a los más jóvenes que su entrega y sumisión se verán
recompensadas, tras un número prudente de años, con el ascenso a la
misma posición de privilegio que disfrutan los adultos (esos que ya
“comen huevos”).
Ahora bien, ¿qué pasa si ese acuerdo generacional se rompe?
Desde hace decenios, crisis tras crisis, nuestros jóvenes tienen
cada vez más claro que, salvo excepciones, van a vivir peor que sus
mayores, y que aquellos logros (un trabajo estable, una casa propia,
reunir cierto patrimonio) que antaño se tenían por una compensación
natural a muchos años de esfuerzo, son, hoy por hoy, poco menos que
un milagro. El pacto intergeneracional se está resquebrajando con la
misma rapidez que aquellos otros mecanismos – el estado de
bienestar, la prosperidad de las clases medias, el prestigio de la
educación pública… – que garantizaban un nivel mínimo de
cohesión social y conformidad en torno a un sistema productivo en sí
mismo poco o nada igualitario.
Y bien, ¿qué se puede y debe hacer ahora? Lo primero, evitar las
promesas. Augurar que “en algún momento” la reactivación
económica precisará de estos jóvenes (que ya no lo serán tanto)
tan exquisitamente formados y acostumbrados a acostumbrarse a todo,
no les vale de nada a personas que ven, día tras día, como se
esfuma la posibilidad real de realizar sus proyectos laborales y
personales. Se impone, pues, un “sacrificio” por parte de las
generaciones y clases mejor situadas; no solo por puro sentido de la
solidaridad y la justicia, sino también por interés en la
estabilidad del sistema que sostiene sus propios privilegios. Una
política fiscal y social decidida y de dimensiones europeas (ingreso
mínimo, regularización del empleo temporal, reparto del trabajo,
control del precio de los alquileres, inversión en educación
pública, becas, rentas por natalidad…) es lo menos que merecerían
estos jóvenes, víctimas del incumplimiento del “contrato
generacional”.
Por descontado que a ellos también habría que exigirles algo. No
ya formación profesional o “resiliencia” (de ambas cosas andan
sobrados), sino compromiso crítico y movilización política, algo
imprescindible para salir del atolladero. Y eso que también ahí
parece que están dando el callo. Recientes estudios muestran que los
jóvenes están cada vez más interesados en política (lo cual no
quiere decir en la política tradicional o de partidos – no hay más
que recordar el 15-M –). Y las facultades de filosofía están
llenas a rebosar, ofreciendo, algunas, grados nuevos y prometedores,
como el de Filosofía, Política y Economía, que estudian ya varios
de mis exalumnos. Tengo confianza en ellos. No para que esperen su
turno de “comer huevos”, sino para que sepan cómo hacer para que
podamos comerlos todos.
Este artículo fue originalmente publicado en El Periódico Extremadura, para leer la versión impresa pulsar aquí.
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