Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Lo primero que les pregunto el primer día de clase a mis alumnos es quiénes son. La mayoría comienza diciéndome cosas tan extravagantes como su nombre u ocupación actual; como si no pudieran llamarse de otro modo o dedicarse a otra cosa. Otros, poseídos por la mitología del género, me dicen muy serios que son varones, mujeres o vete tú a saber; como si las personas no pudiéramos ser tales más allá de nuestra condición genética y cultural. Y otros, más patriotas, proclaman que son españoles, ahí es nada; como si no se pudiera pasar de la tribu y probar otras costumbres, vivir en otros lugares, hablar otras lenguas y creer en otros dioses … sin dejar de ser lo que somos…
Si es que tal cosa es posible, pues todo lo dicho encierra una invencible paradoja filosófica: ¿cómo mantener el más mínimo asomo de identidad si todas las propiedades que nos definen son variables y accesorias? El viejo filósofo Parménides decía que las cosas que cambian no pueden ser nada. Y Heráclito el Oscuro afirmaba que lo único que no cambia es que todo está cambiando. Tal vez sea esta imposibilidad lógica de «ser» la que haga que la gente se agarre a cualquier ilusión de inmovilidad – el nombre, el oficio, el género, la patria, la lógica... – como si no existiera un mañana que lo deshiciera aparentemente todo.
Ahora bien, ¿tan terrible es el cambio? ¿Es que no hay cosas que cambiar y mejorar? Imaginad – les digo que dice otro filósofo – que no fuéramos más que el deseo de esa identidad y plenitud que nos falta. ¿No nos lanzaríamos entonces a buscarnos en todo lo que difiere y divierte, a ver si en el encuentro con lo diferente y «otro» logramos cambiar y reconocernos más íntegros y mejores? Si no creyera en esta posibilidad – les confieso – cambiaría de oficio, pues qué otra cosa es educar sino celestinear ese encuentro…
Es por esto que la demagogia de algunos sobre la necesidad de «proteger los usos y costumbres españolas» frente a los inmigrantes es no solo falsa (las «costumbres españolas» – las buenas y las malas – están de moda, y en absoluto amenazadas) e incongruente (no hay uso, costumbre, lengua o religión «españolas» que no sea fruto del mestizaje con otras culturas, entre ellas la islámica), sino también patética, en cuanto ensalza el «pathos» del miedo al «eros» del encuentro con lo que nos saca de nuestras casillas y nos empuja a crecer.
Pero ojo, esto no quiere decir que no sea igual de incongruente y patético sacralizar los usos, costumbres o valores de los inmigrantes. Hacer comunidad y facilitar un encuentro fértil e integrador entre culturas exige derribar usos, costumbres, prejuicios, dogmas y guetos – sean de quienes sean – que impidan la convivencia real, esto es: el intercambio libre y honesto de ideas. Y esto exige que quienes vivan o lleguen a nuestro país acepten, como cualquier otro ciudadano, las condiciones necesarias de ese encuentro: dominar un idioma común, aceptar el cuestionamiento de las propias creencias, abrirse a participar en la búsqueda de acuerdos, rechazar toda posición dogmática, tolerar las ideas contra las que aún no se logrado (con)vencer a los demás, y no admitir en el diálogo y la interacción con otros más fuerza que las de los argumentos (y, en su defecto, la de las leyes). Si estamos todos bien educados en esto, ya pueden pasearse por la calle todos los que quieran y quepan, por diferentes que nos parezcan. Los presuntos privilegios que tememos perder por su culpa nos serán recompensados con ese fértil mestizaje que nos va haciendo ser aquello tan problemático que somos.
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