Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
El boicot a la Vuelta Ciclista ha
acrecentado el clamor de muchos ciudadanos por despolitizarlo todo, no solo el
deporte, sino el arte, los medios, la judicatura, las discusiones familiares y,
si mi apuran, hasta a los mismos políticos (tal vez sustituyéndolos por
inteligencias artificiales, como recientemente en Albania). En el fondo anda
esa vieja e insensata creencia que considera a la política como el veneno que
contamina la convivencia, en lugar de lo que la hace realmente posible.
Decía Aristóteles que el ser humano es,
por definición, un animal político, esto es: un ser que necesita vivir en
sociedad y, por ello, arbitrar normas y valores para articular la vida en
común. Y es curioso – y sospechoso – que la política tenga tan mala prensa hoy,
justo cuando más presente está en una de sus formas (la de dejar que sean las
normas del mercado y la guerra las que nos gobiernen a todos) y más necesaria
resulte en otras; por ejemplo, en la de establecer un sistema firme y justo de
normas internacionales que permitan pasar de la selva global a un mundo –
permítanme el neoplasmo – políticamente civilizado.
El deporte representa hoy esta misma
paradoja de simular apoliticidad cuando más político es. Y no me refiero
únicamente al deporte de masas, ese que, desde las olimpiadas de la antigua
Grecia hasta hoy ha sido siempre un instrumento de propaganda política y un
chute de opio con que entretener al pueblo, sino al propio ejercicio privado
del deporte, convertido hoy en un rito religioso en honor de los valores del
nihilismo contemporáneo (la salud, la belleza física, el éxito individual…).
Precisamente porque el deporte, aunque
sea una actividad netamente política, simula no serlo, es por lo que resulta
una herramienta ideal para aleccionar (transmitiendo valores y pautas de
conducta como si fueran naturales e inobjetables) o para proporcionar un lavado
de cara moral a regímenes que quieren capitalizar el prestigio de los ideales
occidentales (el deporte moderno es un producto occidental) mientras mantienen
políticas completamente opuestas a dichos valores.
En contra de este «sportwashing» o lavado
de cara ha reaccionado buena parte de la ciudadanía con el boicot a la Vuelta
Ciclista a España, aunque la protesta no ha resultado del todo justa. ¿Por qué
solo el equipo israelí y no los sufragados por teocracias árabes como Emiratos
o Baréin? ¿Y por qué solo la Vuelta y no los grandes acontecimientos
futbolísticos o la Fórmula 1, todos ellos contaminados por el dinero de estos
estados deseosos de ganar legitimidad a la par que aplastan cualquier asomo de
democracia, entierran en vida a sus mujeres y se ríen de los derechos humanos.
En cualquier caso, la estrategia del
boicot parece justificada en el ámbito deportivo. A diferencia del arte o la
filosofía, actividades en las que la provocación y el diálogo crítico son
elementos consustanciales (y en las que, por ello, no debería haber veto
alguno), el espectáculo deportivo es un evento netamente propagandístico, en el
que no cabe discutir sobre el valor de lo que se exhibe y en el que, por eso,
resulta oportuno boicotear aquello que no concuerda con los ideales que
queremos transmitir. Otra cosa sería que nos dejáramos definitivamente de
hipocresía y celebráramos los valores políticos realmente imperantes (la
competencia feroz, el engaño, la desigualdad rampante, el ejercicio libre de la
fuerza…), en cuyo caso los equipos y deportistas que representan a Israel,
Rusia, China, Irán, los países árabes o los USA de Trump, serían completamente
bienvenidos.
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