Si pone usted sus ojos soñadores sobre
cualquier rincón del mapa extremeño verá, perfectamente localizados, viejos
castillos medievales, románticos monasterios en ruinas, espectaculares
dólmenes, enigmáticas pinturas rupestres, castros misteriosos, lujosas villas
romanas, árboles singulares y parajes naturales de recóndita y secreta belleza.
La única pega es que, a menos que le vaya saltarse vallas, incumplir leyes y
huir de toros y mastines, difícilmente podrá visitar la mayoría de esos
monumentos.
Porque en esta santa región todo, casi
absolutamente todo, es propiedad privada y, salvo raras excepciones limitadas a
los monumentos más conocidos, es prácticamente imposible visitar lo que
prometen los mapas (y hasta los propios folletos turísticos) sin toparse con la
puerta de una finca cerrada a cal y canto, o sin que el propio camino se
difumine o cierre invadido por la maleza, el surco del tractor o un vallado no
previsto. ¡Dudo que haya región de España donde se consuma más alambre de púas
que aquí!
Y no se trata de desalambrar y repartir
la tierra, por Dios, y menos ahora que vuelve la moda, entre las grandes
fortunas, de comprarse un latifundio en Extremadura (cosas del «país comunista» en el que,
según algunos, vivimos). Se trata de que si tienes la suerte (o incluso el
mérito, si tal cosa existe) de poseer un castillo del siglo XV o una finca con
restos históricos, compartas ese bien permitiendo visitas limitadas, a cambio,
por ejemplo, de que se te ayude a conservarlo o, simplemente, del honor de ofrendar
a tus conciudadanos un bien patrimonial.
Sobra decir que muchos de esos bienes, y
los correspondientes accesos, tendrían que ser de titularidad pública. La
propiedad privada no debe ser (ni de hecho es) irrestricta. Además, y salvo en
edificios históricos a restaurar, adquirir y mantener esos bienes no tendría
por qué representar una inversión desproporcionada. Aunque con cualquiera de
los dólmenes, castros o ruinas romanas que tenemos tirados por ahí montarían,
en otros países, un complejo turístico, aquí no haría falta tanto. Bastaría con
negociar un acceso y un régimen de visitas con los propietarios, disponer una
estructura básica y fácil de mantener (sistemas de vigilancia a distancia,
paneles con información digital) y organizar grupos de voluntarios y guías
locales (hay gente encantada de mostrar a los visitantes el patrimonio cultural
de su comarca). Es lo que toca si, además de permitir el acceso de todos a lo
que deberían ser bienes comunes, queremos que Extremadura sea un destino
turístico de primer orden
Mientras, no estaría mal mantener libres
y utilizables los caminos públicos, las cañadas, los cordeles, las servidumbres
de paso o los accesos a las riberas de los ríos (algo a veces imposible);
limitar o prohibir la caza en los parques naturales y, por supuesto, en los
nacionales como Monfragüe (aventurarse en ellos cuando se abre la veda o se
realizan batidas es jugarse literalmente la vida); y transmitir a las nuevas
generaciones la belleza y la riqueza cultural que guardan todos esos lugares
mágicos… ¡pudiéndoles llevar a ellos! Es lo menos que se despacha en una región
que pretenda ser algo más que una finca para disfrute de unos pocos
privilegiados.
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