Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Una vez nos hemos cerciorado de que
Europa ya no le interesa militarmente más que a sí misma, es hora – como dicen—
de rearmarse. No solo de armas, ni de voluntades para desarrollar una
estrategia de defensa común más firme y articulada (incluyendo un verdadero
ejército europeo), sino sobre todo de ideas y valores. Es preciso reconstruir
con ellos una cultura de seguridad que permita hablar sin tabúes hipócritas de
estrategias de disuasión, conflictos bélicos, tecnología militar, control de
armamento nuclear o movilización de la población. El antimilitarismo militante
no debe dejar de reparar que las libertades, derechos y relativa paz que
disfrutamos en Europa no son en absoluto ajenos a las guerras que libraron
nuestros abuelos – la última de ellas contra el fascismo – y que no vamos a
seguir disfrutando de ellos si no los protegemos con energía de quienes lo
consideran un estorbo para el logro de sus ambiciones imperialistas.
Reivindicar el valor de la defensa armada
en el marco de un Estado democrático de derecho significa varias cosas: la
primera es subrayar el monopolio del uso legítimo de la violencia por parte del
Estado como un signo distintivo de civilidad. La paz no es un valor
incondicional. Una paz injusta puede ser peor que la guerra. Y una paz justa no
es posible fuera de una comunidad que reprima el uso privado de la fuerza y que
se defienda eficazmente de aquellos que, desde fuera, desean violentarla y
destruirla.
Rearmarnos de valores e ideas en el
ámbito de la defensa quiere decir también reconocer el papel de las fuerzas y
cuerpos de seguridad del Estado, un grupo de profesionales cuyo objetivo, tan
loable como el de los médicos o los bomberos, no es otro que garantizar nuestra
seguridad e integridad física frente a un variado rango de amenazas. Ya sabemos
que en ciertos sectores (no necesaria ni primordialmente populares) resulta
poco estiloso reconocer la labor de, por ejemplo, de la policía – salvo cuando
la necesitan, claro –, pero esto es poco más que una pose estética de quienes,
por vivir bien protegidos, pueden permitírsela
Reavivar una cultura de seguridad quiere
decir, en tercer lugar, apostar por reforzar el compromiso cívico con la
defensa del Estado y todo lo que este representa. Y esto puede incluir una
suerte de servicio militar o civil obligatorio relacionado, como mínimo, con
tareas auxiliares. La objeción relativa a la naturaleza poco democrática del
servicio militar o civil obligatorio (en cuanto se supone que conculca el
derecho a la vida y la libertad de los individuos) es muy discutible. Antes de
nada porque el ejercicio de la defensa no implica necesariamente el sacrificio
de la propia vida (aunque suponga asumir riesgos, claro está). Y en segundo
lugar porque una sociedad que se precie de defender valores y derechos (y no
solo intereses y obligaciones contractuales) no puede disociar la vida de la
dignidad con la que la vivimos, ni las libertades individuales de las virtudes
y responsabilidades cívicas.
Por supuesto, también es posible seguir
pensando que todas las guerras (también las que sirven para defender derechos y
libertades como los nuestros) son igualmente inaceptables, y que hay que
aprestarse a negociar incondicionalmente con cualquiera que agreda, invada,
amenace o dé un golpe de estado, por ver si milagrosamente se pliega a algo que
no sea concederle todo lo que exija a punta de pistola. Este es, sin duda, el
método más eficaz para conservar la paz y la vida. Al precio de que la vida no
valga la pena y de que la paz no sea más que una guerra soterrada e inacabable.