miércoles, 5 de noviembre de 2025

Cómo salir, con IA, de la caverna de Platón


Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Vivimos tiempos tan prodigiosamente repetitivos que hay cosas que parecen nuevas. Entre ellas la capacidad para generar fácil y rápidamente imágenes falsas e hiperrealistas (videos ficticios de personas reales, hologramas sonoros de artistas muertos, mundos virtuales alucinantes…). Lo que antes era potestad mágica de brujos y artistas, y de quienes podían pagarles, ahora está al alcance de cualquiera que se maneje con la IA y con unos pocos programas de ordenador. Y lo grande es que todo esto no deja de ser un gran progreso. No solo porque contribuya a democratizar (y desacralizar) el juego de fantasmas y fantasías con que se nos presenta y representa el mundo, sino también porque los grotescos efectos de esa manipulación masiva de imágenes nos empujan a liberarnos (al fin) de esa falaz idea de que las ideas han de sostenerse, precisamente, en imágenes, esto es, en la experiencia sensible de la realidad. 

La tesis de que no debemos fiarnos de los hechos, y de que lo que vemos es mera apariencia, es tan antigua como la civilización. Los viejos textos sapienciales de China o la India, o los diálogos platónicos en Occidente, especulaban ya, de forma exquisita, sobre la imposibilidad de que las imágenes (percibidas o representadas frente a nosotros) fueran algo más que una apariencia engañosa de las cosas, un mero «parecernos» a nosotros lo que son. Incluso la ciencia, habitualmente entregada a la fe infantil en las sensaciones, parece entender hace mucho que ver no es conocer y que lo más importante se conoce sin abrir los ojos; esto es: que los datos son poco más que elaboraciones teóricas y que, en última instancia, bajo el velo de Maya de nuestras visiones no hay otra cosa que números, fórmulas, información e ideas (invisibles pero pensables, que es lo que importa). 

La IA y la loca iconosfera que nos circunda (y nos habita) nos ha robado, ¡aleluya!, la fe en las imágenes, demostrándonos lo que ya sabían los más sabios (y los más astutos): que lo que vemos y nos hacen ver ha sido siempre, todo ello, una barroca construcción cultural – una ilustración de las palabras sagradas e instituidas –, y que ante ese altar envolvente e íntimo de las imágenes hemos de desarrollar el mismo talento crítico y analítico que frente al discurso de las palabras. Dicho de otro modo: que, con más o menos conciencia o buenas intenciones, sofistas y artistas (héroes todos de nuestro tiempo) son lo mismo, y que hay que desconfiar radical e igualmente de ellos, si es que queremos acabar de empezar a salir de una vez de esta vieja y oscura caverna.

miércoles, 29 de octubre de 2025

El acoso como institución escolar

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura y el Diario de Ibiza

El acoso escolar no es un fenómeno nuevo ni aislado. Mucho antes de que existieran Internet y TikTok, a los chicos y chicas se les acosaba brutalmente en la escuela y en la calle. Es más: a algunos de esos niños y niñas a los que nos entretenía torturar (por ser mariquitas, feos, gordos, empollones, tartamudos, extranjeros, pobres, debiluchos, demasiado sensibles o excesivamente independientes) les continuaban martirizando luego en el colegio mayor, durante el servicio militar, en el trabajo o en las verbenas del pueblo. 

Porque el acoso escolar no es más que una forma particular de ese viejo y feroz mecanismo de cohesión social consistente en linchar al que es distinto o no agacha lo suficiente la cabeza. Sacrificar al otro, al diferente, al monstruo, a la bruja, al hereje sirve para homogenizar y disciplinar al grupo, eliminando diferencias perturbadoras y mostrando lo que le pasa al que no es – o no se somete – como los demás. Al fin, nada nos une visceralmente más que fustigar, odiar y apalear juntos; eso y el pánico atroz a convertirnos en la próxima víctima.

¿Tendría que estar la escuela libre de este poderoso sistema de control social? Depende. Si la entendemos como mero instrumento de reproducción del «statu quo», la respuesta es rotundamente negativa, y la escuela ha de concebirse, ella misma, como un enorme mecanismo de acoso escolar en que los maestros ningunean la voluntad de los niños a golpe de disciplina cuartelera, humillando públicamente a los que no se ajustan a los estándares académicos o sociales, mientras que los matones de clase hacen lo propio con las normas mafiosas y no escritas que sostienen la estructura social.

¿Puede la escuela ser algo distinto a una institución diseñada para el acoso? Desde luego. Si en lugar de un instrumento de reproducción de los valores imperantes (básicamente, los de la vida entendida como un juego cruel de ganadores y perdedores para el que hay que endurecerse y aprender a pelear, vencer y humillar a los demás) se convierte en un medio de transformación colectiva que cambia la disciplina ciega, la intimidación, la competitividad y la evaluación obsesiva, por el espíritu crítico, la autonomía, la cooperación y la responsabilidad personal. En otro caso, darán igual las charlas, los talleres, los protocolos y los psicólogos; el acoso escolar seguirá siendo una manera más de imbuir en niños y niñas que la vida es una jungla en la que hay que aprender a pisar para no ser pisados, marginar para no ser marginado y hundir a otros en la miseria para triunfar y ser el tipo poderoso que deberíamos aspirar a ser. Piensen en cómo funciona el mundo, y en la pléyade de tiburones, piratas y matones que lo dirigen, y se harán una idea cabal de la bestia acosadora y omnipresente que tenemos delante.

 

miércoles, 22 de octubre de 2025

La moral del corrupto

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura y el Diario de Ibiza.

Lo primero para entender el fenómeno de la corrupción es dejar de relacionarlo con un supuesto estado de relajación o debilidad moral. El «corrupto» es moralmente activo: se inspira en valores y actúa, además, con no poco valor o coraje ético, en cuanto se arriesga a perder su libertad y posición social por fidelidad a sus principios y objetivos. ¿Cabe una conducta formalmente más virtuosa que esa?

Los valores del «corrupto» no son tampoco los valores de una secta malévola que conspirara contra la sociedad, sino los valores transmitidos por prácticas sociales, por personajes que lideran el mundo y por gran parte de las representaciones, símbolos o imágenes que consumimos cada día. Son los valores del éxito entendido como acumulación de poder y riqueza; es el valor del bien privado (sea el propio, el de la familia, el del partido, el de la empresa) sobre el bien común; es el valor de la competencia y la lucha feroz frente a otros; es el valor de la astucia y el oportunismo sin escrúpulos como medios para conseguir lo que te propones… Que todos estos valores, exhibidos por líderes, empresarios o artistas que la gente admira, sean contrarios a los que declama la retórica política (la igualdad, el servicio a la sociedad, la cooperación, la honestidad, etc.) no es culpa de los «corruptos». Y qué ellos se aprovechen de esta enorme hipocresía (para mejor lograr y legitimar sus objetivos) no es tampoco inmoral, sino algo plenamente consecuente con sus valores.

Una vez admitido que lo que llamamos «corrupción» política es un hecho moral, y suponiendo que realmente queramos erradicarla (no solo en los políticos sino en el resto de la ciudadanía), lo único que cabría hacer es combatirla con una moral mejor. Ahora bien: ¿realmente la hay? ¿Son objetivamente mejores los ideales del humanismo ilustrado que los del mercado global? ¿Por qué deberíamos anteponer la cooperación a la competencia? ¿Es verdaderamente mejor ser honestos que ser astutos y mentir y actuar según convenga? ¿Por qué es preferible «servir a los demás» que «servirse de ellos»?

Leí hace poco a un filósofo defender que el problema de los «corruptos» era su incapacidad para entender el altruismo como un rasgo específicamente humano, y al que, por eso mismo, debemos reverencia moral. ¿Pero por qué no entender también al capitalismo, o a la capacidad para engañar, explotar o dominar sistemáticamente a otros, como rasgos específicamente humanos y (por ello) moralmente admirables?... Desengáñense: no hay otro camino que el de ser honestos (al menos, con nosotros mismos) y buscar argumentos que demuestren que, pese a todo, es mejor no ser un corrupto que serlo. Hagan la prueba. No es en absoluto fácil.

miércoles, 15 de octubre de 2025

Extremadura, propiedad privada

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Si pone usted sus ojos soñadores sobre cualquier rincón del mapa extremeño verá, perfectamente localizados, viejos castillos medievales, románticos monasterios en ruinas, espectaculares dólmenes, enigmáticas pinturas rupestres, castros misteriosos, lujosas villas romanas, árboles singulares y parajes naturales de recóndita y secreta belleza. La única pega es que, a menos que le vaya saltarse vallas, incumplir leyes y huir de toros y mastines, difícilmente podrá visitar la mayoría de esos monumentos.

Porque en esta santa región todo, casi absolutamente todo, es propiedad privada y, salvo raras excepciones limitadas a los monumentos más conocidos, es prácticamente imposible visitar lo que prometen los mapas (y hasta los propios folletos turísticos) sin toparse con la puerta de una finca cerrada a cal y canto, o sin que el propio camino se difumine o cierre invadido por la maleza, el surco del tractor o un vallado no previsto. ¡Dudo que haya región de España donde se consuma más alambre de púas que aquí!

Y no se trata de desalambrar y repartir la tierra, por Dios, y menos ahora que vuelve la moda, entre las grandes fortunas, de comprarse un latifundio en Extremadura (cosas del «país comunista» en el que, según algunos, vivimos). Se trata de que si tienes la suerte (o incluso el mérito, si tal cosa existe) de poseer un castillo del siglo XV o una finca con restos históricos, compartas ese bien permitiendo visitas limitadas, a cambio, por ejemplo, de que se te ayude a conservarlo o, simplemente, del honor de ofrendar a tus conciudadanos un bien patrimonial.

Sobra decir que muchos de esos bienes, y los correspondientes accesos, tendrían que ser de titularidad pública. La propiedad privada no debe ser (ni de hecho es) irrestricta. Además, y salvo en edificios históricos a restaurar, adquirir y mantener esos bienes no tendría por qué representar una inversión desproporcionada. Aunque con cualquiera de los dólmenes, castros o ruinas romanas que tenemos tirados por ahí montarían, en otros países, un complejo turístico, aquí no haría falta tanto. Bastaría con negociar un acceso y un régimen de visitas con los propietarios, disponer una estructura básica y fácil de mantener (sistemas de vigilancia a distancia, paneles con información digital) y organizar grupos de voluntarios y guías locales (hay gente encantada de mostrar a los visitantes el patrimonio cultural de su comarca). Es lo que toca si, además de permitir el acceso de todos a lo que deberían ser bienes comunes, queremos que Extremadura sea un destino turístico de primer orden

Mientras, no estaría mal mantener libres y utilizables los caminos públicos, las cañadas, los cordeles, las servidumbres de paso o los accesos a las riberas de los ríos (algo a veces imposible); limitar o prohibir la caza en los parques naturales y, por supuesto, en los nacionales como Monfragüe (aventurarse en ellos cuando se abre la veda o se realizan batidas es jugarse literalmente la vida); y transmitir a las nuevas generaciones la belleza y la riqueza cultural que guardan todos esos lugares mágicos… ¡pudiéndoles llevar a ellos! Es lo menos que se despacha en una región que pretenda ser algo más que una finca para disfrute de unos pocos privilegiados.

miércoles, 8 de octubre de 2025

El político

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


 Toda sociedad necesita referentes personales: valores encarnados en personas más o menos reales que simbolicen los valores que la comunidad comparte. En las sociedades guerreras es el héroe aristocrático, en las teocracias son los santos y profetas, y en las tiranías la figura paternal del rey o el «amado líder» … ¿Pero y en las democracias? ¿Cuál o cuáles son los referentes humanos en una sociedad democrática?

A diferencia de las viejas aristocracias, las teocracias o los regímenes totalitarios, las sociedades libres y plurales generan (como debe ser) una ingente cantidad de referentes morales: deportistas, millonarios, famosos, artistas, comunicadores, filántropos, hombres de ciencia, intelectuales, filósofos… Pero, pese a esa gran variedad, ninguno de estos tipos encarna por sí mismo los ideales democráticos.  Repárese en que ni la competición deportiva, ni el mercado, ni el arte, ni la fama o la ciencia dependen para su desenvolvimiento de reglas o valores democráticos. Tampoco el intelectual o el filósofo representa un modelo del todo adecuado. Es cierto que la filosofía es una actividad enraizada con la democracia (no solo por su origen histórico, sino por su naturaleza apegada al diálogo, la crítica o la reflexión sobre valores), pero el compromiso con la verdad del filósofo es incompatible con una concepción democrática de la justicia fundada, en último término, en la opinión y la fuerza («tal cosa es justa – se establece democráticamente – porque, tengamos o no razón, somos más los que opinamos así»).

¿Quién ha de ser, entonces, el principal referente moral de una sociedad democrática? La respuesta es esta: el político. O mejor, cierto tipo de político. Aquel que, justamente, no se comporta más que como político (no como competidor “sportivo” por el poder, no como aspirante a millonario, no como esclavo del foco mediático, no como simple tecnócrata…). Si hubiera que ser más preciso, diríamos que el ideal de político democrático es el de aquel que se asemeja al filósofo sin serlo del todo (esto es: sin anteponer el compromiso con la verdad universal al interés y la opinión de la mayoría). Su carácter habría de ejemplificar, pues, las virtudes del filósofo (la modestia socrática, el diálogo crítico, la prudencia en el uso de los medios, cierta firmeza en la consideración de los fines, la visión holística de las cosas, el interés por lo humano, la reflexión, la autocrítica, etc.), pero puestas al servicio de las opiniones y la conciliación de intereses de una comunidad concreta. Tal vez Fernández Vara fuera, con sus aciertos y errores, una buena aproximación a este modelo político.

Lo que está claro es que sin una personificación adecuada de las virtudes filosófico-políticas que distinguen a la democracia de la tiranía, nuestras comunidades quedan a merced del mar de fondo que son las luchas entre clanes, la polarización cainita y, consecuentemente, la entrega final a un autócrata que imponga la paz y el orden; aunque sea a costa de aplastar a otros o de sacrificar una libertad que empiece a ser entendida más como fuente de problemas que como un principio político irrenunciable.

 

 

 

miércoles, 1 de octubre de 2025

¿Inmortalidad para qué?

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


El deseo de inmortalidad es un universal de la cultura. No solo embriaga a la élite actual de tiranos y multimillonarios. Antes de ellos fue la obsesión de reyes y faraones. Y, antes aún, tema imperecedero de mitos y leyendas – la primera obra literaria conocida, la epopeya de Gilgamesh, trata justamente de la búsqueda de la eterna juventud –. Un poco más tarde, religiones como el cristianismo democratizaron la esperanza de inmortalidad entre sus fieles. Y mucho después – hoy mismo –, secularizada en forma de culto a la salud y a la lozanía juvenil, se extiende entre pobres y ricos con enorme contento de clínicas, gimnasios, terapeutas, nutricionistas, esteticistas, influencers, gurús del transhumanismo y mercachifles varios. La inmortalidad prometida por la criogénesis, la parabiosis, los tratamientos palingenésicos, las inyecciones de telómeros, los trasplantes sucesivos, los clones y otros delirios neoalquímicos representa hoy el viejo sueño del rey Gilgamesh revestido de tecnología e historias marcianas. 

Y no es que la inmortalidad (o, mejor, la longevidad) esté mal en sí. ¡Quién la pillara! El problema está en qué hacer con ella. Decía Borges que los inmortales, en su desolada e infinita existencia, estaban fatalmente condenados a tomar todas las decisiones posibles (incluyendo las peores). ¿Pero por cuál de ellas empezar? ¿Cómo darle sentido a una vida mucho más larga que la presente?  ¿Estaríamos trescientos años tomando cañas o viendo series – o, si prefieren la versión VIP, navegando en yate y celebrando orgías –? 

Los optimistas pensamos que vivir puede ser algo bueno y que, en ese caso, merecería la pena hacerlo casi para siempre, pero no tenemos claro qué es una vida buena. ¿Es una vida dedicada a procurarse placer constantemente? ¡Agota solo imaginarlo! ¿Es una vida consciente de la finitud de la muerte, como rezan los ateos más sombríos? Pero que la vida acabe en nada no parece para nada bueno. ¿Entonces?... Podríamos recurrir al tópico de que la vida buena es la vida con sentido, es decir, la vida proyectada hacia un fin más valioso que ella misma. Esto también vale para la vida de talla pequeña que vestimos ahora (aunque en esta, por la brevedad del pase, es más fácil disimular la falta de orientación). 

¿Y cuál podría ser el fin que diera sentido a la vida? – nos preguntamos todos –. Decía Platón que el secreto de la inmortalidad estaba en una cierta forma de «procreación», no en la belleza de los cuerpos o en la nobleza de las almas (ni los hijos ni la fama nos aseguran una auténtica inmortalidad), sino en el amor a la verdad. Solo quien conoce ama, decía también el sabio Paracelso; y solo quien ama se hace uno con lo amado. Quien ama la verdad se descubre, pues, tan eterno y pleno como ella. Los adultos disfrazados de jóvenes que dominan el mundo no comprenden todavía esto; su deseo de inmortalidad revestida de eterna juventud está lejos de la plenitud del sabio y, por ello, más cerca de un eterno y tedioso retorno de lo mismo que de una verdadera longevidad. ¿Tendrán tiempo de darse cuenta?


miércoles, 24 de septiembre de 2025

Risa y civilización

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.

 

Siempre he admirado el sentido del humor ácido y a menudo autocrítico de los norteamericanos (especialmente, como me recuerda un amigo, ese que se ha dado en llamar humor judío). La primera vez que vi la comedia «One, Two, Three» de Willy Wilder, comprendí por qué los americanos le ganaron la guerra fría a los rusos. La película, estrenada en 1961, y titulada «Uno, dos, tres» en España, era una sátira en la que se caricaturizaba con el mismo humor vitriólico a soviéticos y norteamericanos. Solo quien es realmente superior – pensé – puede reírse así de sí mismo y pese a ello (o precisamente por ello) ganar la batalla ideológica. Casualmente, durante ese mismo año de 1961 los rusos levantaron el muro de Berlín, señal inequívoca de que habían perdido estrepitosamente la guerra, la cultural y todas las demás: eran incapaces de reírse de sí mismos y daban por eso mucha más risa. 

Observo ahora las patéticas maniobras de Donald Trump para acabar con los «late shows» televisivos en los que se ríen de él y tengo la intuición de que los Estados Unidos están verdaderamente en las últimas, y que el movimiento MAGA no va realmente de hacerlos grandes de nuevo, sino de encerrarlos en una enorme mentira que los anestesie frente a un proceso irreversible de envilecimiento moral y empequeñecimiento político. 

El humor sin restricciones es la prueba de fuego del clímax civilizatorio de un pueblo. Reírse sin complejos de uno mismo, tanto o más que del prójimo, es también un síntoma claro de madurez humana. En ambos casos la burla significa que se tiene la seguridad y la lucidez suficiente como para perderle el miedo y el respeto tanto a los demás como a todas las ridiculeces que uno mismo cree ser, sin que tal cosa conduzca al odio, el victimismo o la violencia, sino a la infinita y profunda compasión que – después de la carcajada – nos inspira el conocimiento profundo de lo que somos. 

Por eso, que Trump – ese siniestro bufón de sí mismo armado hasta los dientes – sea incapaz de soportar a quienes se ríen de él o de aguantar una reunión sin que se le adule con el simulado respeto que prestamos a los locos, no es más que una muestra evidente de la extrema debilidad del personaje y, con ella, de la decadencia de todo lo que este representa. Porque la risa y la sátira sin límite marcan el clímax de una civilización, pero también el principio de su caída. El gran ciclo de la comedia americana que culmina en los sesenta y prosigue de forma más histriónica y vulgar en la era dorada de los «late shows» televisivos se acaba en los USA de Trump (tal como se acabó la Atenas de Aristófanes o el Siglo de Oro español). Y todo hace temer que tras el fin de esa eclosión de luz y libertad vuelva – siempre vuelve – el fanatismo, la guerra y la lenta agonía de una civilización destinada a disolverse como tantas otras. Es lo que ocurre cuando la burla, irreverente y herética por definición, desata la tormenta del resentimiento en todos aquellos (líderes o liderados) que, incapaces o marginados del ejercicio trascendental de la risa, necesitan volcar su humillación sobre los «chistosos de la clase», chivos expiatorios de todos los que guardamos un prudente silencio de muerte ante los tiranos que andan tomando y rondando el poder.


miércoles, 17 de septiembre de 2025

La política apoliticidad del deporte

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


El boicot a la Vuelta Ciclista ha acrecentado el clamor de muchos ciudadanos por despolitizarlo todo, no solo el deporte, sino el arte, los medios, la judicatura, las discusiones familiares y, si mi apuran, hasta a los mismos políticos (tal vez sustituyéndolos por inteligencias artificiales, como recientemente en Albania). En el fondo anda esa vieja e insensata creencia que considera a la política como el veneno que contamina la convivencia, en lugar de lo que la hace realmente posible.

Decía Aristóteles que el ser humano es, por definición, un animal político, esto es: un ser que necesita vivir en sociedad y, por ello, arbitrar normas y valores para articular la vida en común. Y es curioso – y sospechoso – que la política tenga tan mala prensa hoy, justo cuando más presente está en una de sus formas (la de dejar que sean las normas del mercado y la guerra las que nos gobiernen a todos) y más necesaria resulte en otras; por ejemplo, en la de establecer un sistema firme y justo de normas internacionales que permitan pasar de la selva global a un mundo – permítanme el neoplasmo – políticamente civilizado.

El deporte representa hoy esta misma paradoja de simular apoliticidad cuando más político es. Y no me refiero únicamente al deporte de masas, ese que, desde las olimpiadas de la antigua Grecia hasta hoy ha sido siempre un instrumento de propaganda política y un chute de opio con que entretener al pueblo, sino al propio ejercicio privado del deporte, convertido hoy en un rito religioso en honor de los valores del nihilismo contemporáneo (la salud, la belleza física, el éxito individual…).

Precisamente porque el deporte, aunque sea una actividad netamente política, simula no serlo, es por lo que resulta una herramienta ideal para aleccionar (transmitiendo valores y pautas de conducta como si fueran naturales e inobjetables) o para proporcionar un lavado de cara moral a regímenes que quieren capitalizar el prestigio de los ideales occidentales (el deporte moderno es un producto occidental) mientras mantienen políticas completamente opuestas a dichos valores.

En contra de este «sportwashing» o lavado de cara ha reaccionado buena parte de la ciudadanía con el boicot a la Vuelta Ciclista a España, aunque la protesta no ha resultado del todo justa. ¿Por qué solo el equipo israelí y no los sufragados por teocracias árabes como Emiratos o Baréin? ¿Y por qué solo la Vuelta y no los grandes acontecimientos futbolísticos o la Fórmula 1, todos ellos contaminados por el dinero de estos estados deseosos de ganar legitimidad a la par que aplastan cualquier asomo de democracia, entierran en vida a sus mujeres y se ríen de los derechos humanos.  

En cualquier caso, la estrategia del boicot parece justificada en el ámbito deportivo. A diferencia del arte o la filosofía, actividades en las que la provocación y el diálogo crítico son elementos consustanciales (y en las que, por ello, no debería haber veto alguno), el espectáculo deportivo es un evento netamente propagandístico, en el que no cabe discutir sobre el valor de lo que se exhibe y en el que, por eso, resulta oportuno boicotear aquello que no concuerda con los ideales que queremos transmitir. Otra cosa sería que nos dejáramos definitivamente de hipocresía y celebráramos los valores políticos realmente imperantes (la competencia feroz, el engaño, la desigualdad rampante, el ejercicio libre de la fuerza…), en cuyo caso los equipos y deportistas que representan a Israel, Rusia, China, Irán, los países árabes o los USA de Trump, serían completamente bienvenidos.

miércoles, 10 de septiembre de 2025

Los filósofos y Gaza

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


   No es difícil encontrar filósofos defensores y detractores, en uno u otro momento, de toda clase de ideas y posiciones políticas. Es lo propio de ese diálogo continuo en que consiste la filosofía. Sin embargo, bajo esta dialéctica incesante late una pregunta igualmente filosófica, y en muchos sentidos decisiva: ¿existe algo que podamos entender todos como radicalmente injusto? Algunos pensadores del siglo pasado apuntaron al Holocausto nazi como un hecho moral singular, ante el que todos debíamos emitir un juicio único y contundente. Pero tal vez esto fuera una exageración…

Pensemos en lo que ocurre ahora en Gaza. ¿Podría pensarse en la masacre de la población gazatí (por parte del Estado heredero moral de Holocausto) como una acción universalmente injusta? Desde luego, no lo es para Hamás, que la provocó para demandar atención y desprestigiar al enemigo, ni para el gobierno de Netanyahu, que la utiliza para acabar del todo con el nacionalismo palestino. ¿Pero y para los filósofos, o para cualquier persona que no tenga intereses directos en el conflicto?

Una primera perspectiva podría fundarse en el análisis de medios y fines. Los medios pueden ser racionales, pero los fines no (y a viceversa). Curiosamente, Hamás y el gobierno hebreo emplean actualmente los mismos medios (masacrar a la población civil, fundamentalmente la palestina) para lograr un fin similar (suprimir a los enemigos y recuperar la tierra sagrada de sus antepasados). ¿Pero es este fin racional? Si no lo es, difícilmente podremos justificar los medios. Y si supusiéramos otros fines más razonables (como la seguridad del Estado judío, o la construcción de dos Estados – o uno plurinacional—), serían los medios actualmente empleados los que serían discutibles (¿Será Israel un país más seguro tras haber matado indiscriminadamente a miles de sus vecinos? ¿Estará más cerca la convivencia política tras multiplicar el odio mutuo al infinito?).

Otra perspectiva posible tiene que ver no con medios o fines, sino con principios. Una ética de principios podría decir cosas como: “hagan lo que hagan otros, y sean cuáles sean nuestras circunstancias o intereses particulares, no se mata a niños a sangre fría, no se deja morir a enfermos sin necesidad, no se dispara a los hambrientos, no se bombardean escuelas y hospitales repletos de gente, no se utiliza a civiles como escudos humanos…”. Pero este planteamiento ético parece totalmente extemporáneo hoy. Si algo hemos aprendido de la masacre (o, para algunos, el genocidio) de Gaza, es que hemos retrocedido definitivamente a un mundo sin normas ni principios – ni siquiera retóricos o simbólicos – distintos a los de la fuerza bruta.

Ahora bien, donde no hay predisposición a considerar principios ni reflexión sobre los fines, no hay objetivamente nada sobre lo que filosofar, y el diálogo se detiene frente al antagonista perfecto del universal ético: la realidad desvelada como una simple y absurda pesadilla. Me temo que en esas estamos.

 

miércoles, 3 de septiembre de 2025

Porque lo digo yo

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

No hay mayor exhibición de poder que crear la realidad a golpe de palabras. Es lo que hacen dioses, literatos, filósofos o… políticos. En el caso de los más tiranuelos (o en trance de deificación) las palabras pueden ser especialmente inverosímiles (piensen en las barbaridades y mentiras descaradas de Trump e imitadores). Pero no pasa nada, pues los objetivos de la mentira mayestática son acrecentar el propio poder («mi palabra es la ley», cantaba Vicente Fernández) y promover la conformidad o fe ciega de súbditos y creyentes («Credo quia absurdum», decían los teólogos más fideístas).

En un artículo reciente, el filósofo Daniel Innerarity reflexionaba en cómo este uso político de la mentira conculca la idea de que vivamos en la era de la «posverdad»: sin una firme creencia en la verdad – dice – no cabría el respeto supersticioso por el que se la salta con total impunidad (ni otros fenómenos concomitantes como el de la polarización política). Yo añadiría que más que una negación de la verdad, lo que prolifera en nuestra (nada original) época es la subordinación de la verdad al poder: la verdad existe, pero se mide por su utilidad para lograr conformidad, apoyos, victorias bélicas o logros personales.

Para combatir o equilibrar este pragmatismo (que, llevado al extremo, amenaza a toda democracia que se precie) se suele invocar a la educación, al diálogo y a la educación en el diálogo. Son ideas razonables, pues un verdadero diálogo (y una verdadera educación) antepondrá siempre la verdad al poder o, si quieren, no aceptará más poder que el de la verdad (en tanto y cuanto se manifieste así para quienes participan de él). Ahora bien, que la idea sea razonable no quiere decir que sea fácil de poner en práctica.

Por lo mismo que el diálogo desmonta toda exhibición o voluntad de poder, no puede darse allí donde se imponen el poder o el deseo de este. Por ello es difícil que el diálogo crezca en entornos públicos (parlamentos, redes sociales…) en los que la prioridad es la pura confrontación por el poder (incluyendo el poder personal), o en otros que parecen haberse contagiado de esta concepción pragmática de la verdad.

¿Qué hacer entonces? Para promover un diálogo honesto que priorice la verdad sobre el poder hay que cultivar primeramente ciertas virtudes públicas, como la humildad (el diálogo no es una confrontación de egos…), la cooperación (… ni un torneo retórico), el rechazo a toda violencia (… ni una negociación), el pluralismo (… ni un monólogo camuflado), la empatía (…ni un diálogo de sordos) o una cierta «generosidad hermenéutica» (… ni el gozoso linchamiento del argumento del otro convertido en hombre de paja). Pero además de estas virtudes, hay que exigir también un mínimo de rigor epistémico, y esto nos devuelve al principio. El «es así “porque” lo percibo, siento o digo yo» (en lugar del «es así “como” lo percibo, siento o digo yo antes de que contrastemos datos y razones») no es solo una exhibición de poder que impide toda dialéctica, sino, peor aún, una exhibición de casi la peor mentira democrática que podamos concebir: aquella que pretende hacer pasar por diálogo libre lo que no es sino una alienante exhibición de poder individual – a imagen y semejanza del que teatraliza el tirano para demostrar que lo es –.

martes, 2 de septiembre de 2025

Qué hubiera sido de mi vida si...

 

Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura

Siendo niño, solía leer una revista del corazón que andada a menudo por casa. Era cutre y sensacionalista a más no poder, pero tenía una sección que me llamaba mucho la atención. Se llamaba «Qué hubiera sido de mi vida si…» y en ella los lectores imaginaban cómo hubiera cambiado su existencia si hubieran tomado decisiones distintas a las que en su momento tomaron. Aunque en la revista se insistía en la importancia de las decisiones personales, a mí me daba por pensar en aquellas circunstancias sobre las que no tenemos ningún control (si es que en las «decisiones» tenemos alguno). ¿Qué hubiera sido de mi vida si… hubiera nacido en otro lugar, si mis padres fueran más ricos, si fuera más alto y guapo?

Hace más de cincuenta años, el filósofo John Rawls utilizó el término «velo de ignorancia» para nombrar la hipótesis que, según él, deberíamos asumir antes de juzgar si algo es políticamente aceptable. La hipótesis consiste en imaginar que no sabes qué lugar te va a tocar ocupar en una sociedad dada (si vas a ser varón o mujer, sano o discapacitado, rico o pobre…), ¿qué principios, leyes o medidas a implantar te parecerían entonces justas o injustas? La propuesta es que, antes de promover o apoyar una ley, imagines cómo sería tu vida bajo ella en el caso de que hubieras nacido pobre, o mujer, o en una familia o región más deprimida que otras…

De todo esto me acuerdo cuando oigo lo que oigo sobre los inmigrantes. Fíjense que la mayoría de los argumentos o creencias sobre la inmigración se responden de manera simple y contrastando datos: ¿Traen los inmigrantes más delincuencia? Según los datos de jueces y policías, no. ¿Nos quitan el trabajo a los nativos? Según empresarios, gobierno y sindicatos, no (es más: trabajan en lo que no quieren hacer los de aquí). ¿Copan el acceso a los servicios sociales? No: son trabajadores jóvenes y, por ello, los que más contribuyen y menos necesitan de esos servicios. ¿Suplantan a la población autóctona? No: más bien son la minoría que la sirve y cuida a muy bajo coste. ¿Atentan contra nuestra cultura o identidad? No: nuestra cultura tradicional está siendo transformada – como ha pasado siempre – por culturas más ricas y fuertes, como ahora la anglosajona, y no o muy superficialmente por las de los inmigrantes (la mayoría de los cuales, que son latinoamericanos, tienen la misma que nosotros) …

Pero más allá de estos datos, hay una cuestión que, para planteársela e intentar responder a ella, es imprescindible un cierto ejercicio de empatía e imaginación: «¿qué hubiera sido de nuestra vida si fuéramos pobres en un país pobre y supiéramos que unos kilómetros más allá hay trabajos diez veces mejor pagados, médicos asequibles, viviendas dignas y parques y escuelas para nuestros hijos…? ¿No haríamos todo lo posible para escapar de la miseria y jugarnos la vida en la primera patera que pudiésemos pagar? ¿No haríamos lo mismo que los inmigrantes ilegales si la inmigración legal fuera poco menos que imposible?». Piénsenlo. Yo creo que sí. Ya lo hicieron, de hecho, nuestros padres y abuelos cuando tuvieron que irse, con papeles o sin ellos, a cualquier rincón del mundo a buscarse el sustento. Y eso, aunque al otro lado de la frontera hubiera gente que, como ocurre ahora, los despreciara y estigmatizara azuzados por demagogos sin escrúpulos.

 

viernes, 22 de agosto de 2025

La educación ecosocial desde una perspectiva ética y crítica


 La educación ambiental o, como se dice ahora con más ambición, "ecosocial", es fundamental para entablar una relación más conveniente, justa y sabia con la naturaleza y, a la vez, con el resto de los seres que vivimos de ella y con ella. Siempre que esta educación, como toda educación en valores (¿Cuál no lo es?) se imparta desde una perspectiva crítica, es decir: ética. Sobre todo esto, la Fundación Manuel Mindán nos publica un artículo en el nuevo número de su boletín anual. Para leer todos los artículos pulsar aquí. 

miércoles, 20 de agosto de 2025

De cabras y cabrones

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


Corría hace días un meme que afirmaba que el problema de los incendios forestales se resolvía con
«más cabras en los montes y menos cabrones en los despachos». Se trata de una ingenua o malintencionada cretinez que, como cualquier otro meme, tenía el éxito asegurado entre quienes se impacientan por leer más de dos frases seguidas. Pero veamos por qué se trata de una simpleza.

En primer lugar es dudoso que el incremento de los incendios se deba a un exceso de legislación «ecologista» presuntamente culpable de despoblar los campos y multiplicar la masa forestal, como viene a decir el tal meme (y algunos políticos y representantes de organizaciones agrarias). Hace treinta o cuarenta años, con leyes medioambientales menos restrictivas, más población rural y menos masas forestales, se quemaban el doble de hectáreas (miren las estadísticas). Y si los incendios han disminuido a la mitad parece que es, precisamente, gracias a esas políticas forestales que, sin ser perfectas, son el doble de buenas que lo que había. El problema de los incendios no es, pues, que haya demasiadas leyes, ¡sino que no se cumplan! La «ecologista» Ley de Montes, en vigor desde 2003, ya obligaba a la limpieza de montes durante todo el año. Otra cosa es que los dueños del cortijo (el territorio forestal es en su inmensa mayoría propiedad privada) y las CC. AA. competentes hagan lo que les toca. Por cierto: ¿serán las comunidades donde hay más incendios «por culpa de las leyes ecologistas» las que menos respetan las «leyes ecologistas»?

Por otra parte, controlar el nivel de maleza del monte ayuda, pero solo después de que se haya producido el incendio, que es lo que hay que evitar. Los bosques tienen malezas y sotobosque desde el principio de los tiempos, y no siempre se queman. Para que ardan hay que prenderles fuego. Y desengáñense, el rayo o el pirómano loco representan un porcentaje mínimo: la mayoría de los incendios son provocados por negligencias humanas, sobre todo por el uso ilegal del fuego en actividades agrícolas y ganaderas (vuelvan a mirar las estadísticas). Si a esta inveterada tradición rural de «la quema», más otros descuidos y negligencias humanas, le unimos el cambio climático global – sí, ese que demuestran miles de científicos de todo el mundo y niega una porción de demagogos de barra de bar con aspiraciones políticas – nos encontramos con lo que tenemos: gigantescos incendios casi imposibles de parar.

La solución no es, pues, soltar cabras por el monte (curiosamente, los incendios más graves se dan en las CC. AA. donde hay más ganadería extensiva), sino que personas verdaderamente expertas trabajen –y perdón por la expresión – «como cabrones» en los despachos generando estrategias de gestión forestal no basadas en bulos o en el quimérico retorno a una falsa arcadia rural, sino en el cumplimiento de las leyes, la identificación de los delincuentes, la dignificación de los trabajadores forestales y la coordinación entre expertos, profesionales y autoridades para prevenir, reducir y extinguir con mayor eficacia los incendios. Si nos dejamos de memes y actuamos responsablemente como ciudadanos (no votando, por ejemplo, a quienes niegan lo evidente y reniegan de las leyes que protegen nuestros recursos forestales), tal vez evitemos que nuestros nietos hereden un pedregal desértico donde no puedan vivir ni las cabras.

 

miércoles, 13 de agosto de 2025

Educación y mestizaje

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura


 Lo primero que les pregunto el primer día de clase a mis alumnos es quiénes son. La mayoría comienza diciéndome cosas tan extravagantes como su nombre u ocupación actual; como si no pudieran llamarse de otro modo o dedicarse a otra cosa. Otros, poseídos por la mitología del género, me dicen muy serios que son varones, mujeres o vete tú a saber; como si las personas no pudiéramos ser tales más allá de nuestra condición genética y cultural. Y otros, más patriotas, proclaman que son españoles, ahí es nada; como si no se pudiera pasar de la tribu y probar otras costumbres, vivir en otros lugares, hablar otras lenguas y creer en otros dioses … sin dejar de ser lo que somos…

Si es que tal cosa es posible, pues todo lo dicho encierra una invencible paradoja filosófica: ¿cómo mantener el más mínimo asomo de identidad si todas las propiedades que nos definen son variables y accesorias? El viejo filósofo Parménides decía que las cosas que cambian no pueden ser nada. Y Heráclito el Oscuro afirmaba que lo único que no cambia es que todo está cambiando. Tal vez sea esta imposibilidad lógica de «ser» la que haga que la gente se agarre a cualquier ilusión de inmovilidad – el nombre, el oficio, el género, la patria, la lógica... – como si no existiera un mañana que lo deshiciera aparentemente todo.

Ahora bien, ¿tan terrible es el cambio? ¿Es que no hay cosas que cambiar y mejorar? Imaginad – les digo que dice otro filósofo – que no fuéramos más que el deseo de esa identidad y plenitud que nos falta. ¿No nos lanzaríamos entonces a buscarnos en todo lo que difiere y divierte, a ver si en el encuentro con lo diferente y «otro» logramos cambiar y reconocernos más íntegros y mejores? Si no creyera en esta posibilidad – les confieso – cambiaría de oficio, pues qué otra cosa es educar sino celestinear ese encuentro…

Es por esto que la demagogia de algunos sobre la necesidad de «proteger los usos y costumbres españolas» frente a los inmigrantes es no solo falsa (las «costumbres españolas» – las buenas y las malas – están de moda, y en absoluto amenazadas) e incongruente (no hay uso, costumbre, lengua o religión «españolas» que no sea fruto del mestizaje con otras culturas, entre ellas la islámica), sino también patética, en cuanto ensalza el «pathos» del miedo al «eros» del encuentro con lo que nos saca de nuestras casillas y nos empuja a crecer.

Pero ojo, esto no quiere decir que no sea igual de incongruente y patético sacralizar los usos, costumbres o valores de los inmigrantes. Hacer comunidad y facilitar un encuentro fértil e integrador entre culturas exige derribar usos, costumbres, prejuicios, dogmas y guetos – sean de quienes sean – que impidan la convivencia real, esto es: el intercambio libre y honesto de ideas. Y esto exige que quienes vivan o lleguen a nuestro país acepten, como cualquier otro ciudadano, las condiciones necesarias de ese encuentro: dominar un idioma común, aceptar el cuestionamiento de las propias creencias, abrirse a participar en la búsqueda de acuerdos, rechazar toda posición dogmática, tolerar las ideas contra las que aún no se logrado (con)vencer a los demás, y no admitir en el diálogo y la interacción con otros más fuerza que las de los argumentos (y, en su defecto, la de las leyes). Si estamos todos bien educados en esto, ya pueden pasearse por la calle todos los que quieran y quepan, por diferentes que nos parezcan. Los presuntos privilegios que tememos perder por su culpa nos serán recompensados con ese fértil mestizaje que nos va haciendo ser aquello tan problemático que somos.


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