Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Lo leí en el periódico a través del móvil
y me quedé ojiplático. La noticia decía que el Banco de España había prohibido
la emisión de un programa del humorista David Broncano porque el personaje al
que entrevistaba (el «ufólogo» Iker Jiménez) confesaba que la fuente secreta de
su fortuna era una plataforma de inversión capaz de reportar beneficios tan
increíbles que todo el sistema bancario podía venirse abajo…
A los quince segundos me di cuenta de que
era una treta publicitaria (además de una estafa piramidal), pero durante ese
tiempo fui víctima, como miles de millones de personas cada día, de una noticia
falsa. En el mundo hay «fábricas» dedicadas, las veinticuatro horas del día, al
lucrativo negocio de producir desinformación a demanda; actividad para la que,
además de crear falsos artículos de periódico y vincularlos a direcciones web
originales (a esto se le llama «cloaking»), difunden imágenes trucadas, videos
falsos y hasta imitaciones de voz generadas por IA. La capacidad para engañar
en la jungla digital es casi infinita.
Y cuando hablo de engaño no me refiero
solo a caer víctima de una estafa económica, sino también política. Acabamos de ver ganar las elecciones del país
más poderoso del mundo a un tipo que acusa a los inmigrantes de comerse las
mascotas de la gente. ¿Cómo es esto posible? Es cierto que el poder se ha
construido casi siempre alrededor de mitos, sofismas y mentiras de lo más
burdo. Pero pensábamos que en nuestras sociedades democráticas, descreídas y
relativamente bien educadas, esto ya no era posible. Y ya ven.
¿Cómo salvarnos de esta epidemia de
desinformación, puesta muchas veces al servicio de estrategias políticas
fascistoides que creíamos marginales, pero que van lentamente ganando terreno
en nuestras permisivas e inevitablemente complejas democracias? No es fácil
responder. Los medios tradicionales ya no son una referencia común, y la
ciudadanía se disgrega en facciones o «parroquias» mediáticas (perfiles
sociales, grupos en redes, seguidores de tal o cual personaje…), tan
polarizadas y aisladas entre sí que impiden contrastar la información o mirar
las cosas desde otro punto de vista.
Frente a esto se pueden proponer medidas
regulatorias que sometan a un mínimo control de calidad los flujos de
información, pero dado el carácter global y la titularidad (fundamentalmente
privada) de estos flujos, tales medidas serían poco menos que testimoniales.
Valdría mucho más invertir en educación. La escuela es hoy el único lugar de
socialización que permanece relativamente a salvo de la descomposición
ideológica de nuestras comunidades. Me refiero eminentemente a la escuela
pública, pues gran parte de la privada y concertada tiende a reflejar el mismo
patrón de segmentación que produce el mundo digital.
Solo una escuela pública fuerte, que nos
obligue desde niños a convivir y dialogar con los demás, por diferentes que
sean de nosotros, y que nos enseñe a juzgar de manera crítica, profunda y
desapasionada la información que recibimos a diario, podría salvarnos de la
siniestra involución histórica que asoma desde casi cualquier lugar desde el
que oteemos el horizonte.