Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura.
El miedo tiene muchos caminos. Si su raíz
es un estado genérico de incertidumbre, suele proyectarse en objetos más
simples y fáciles de afrontar. Durante el tormentoso tránsito a la modernidad
el chivo expiatorio fueron las brujas, quemadas a miles en el norte y centro de
Europa. En la deshecha Alemania de los años 30 fueron los judíos. En el mundo
actual, al borde de transformaciones gigantescas de efectos imprevisibles, son
los inmigrantes, los okupas o, simplemente, los que piensan de forma distinta.
Es claro que el odio al chivo expiatorio no sirve para acabar con aquello,
difuso, que nos atemoriza, pero genera la ilusión colectiva de tenerlo
controlado.
Un segundo efecto de ese miedo inconcreto que tan bien retrató Jean Delumeau en «El miedo en Occidente», es la añoranza. La incertidumbre ante el futuro genera una extraña nostalgia de lo no vivido en los jóvenes y una romántica idealización del pasado en los viejos. Es la añoranza con la que – frente a las turbulencias del presente – se reivindican los valores incuestionables de antaño o se invoca a la nación primigenia, al glorioso Reich, a la América que perdimos (y hay que hacer grande de nuevo) o a la España «unida y en paz» del franquismo.
Pero más allá de esto, hay un tercer efecto de la incertidumbre y el miedo que me gustaría destacar: el del advenimiento de los «monstruos» convertidos coyunturalmente en héroes. Y ocurre cuando, en momentos de gran incertidumbre, aparece lo «monstruoso» en uno de sus sentidos más arcaicos: el del «prodigio extraordinario» que nos advierte (y promete librarnos) de la insostenibilidad o corrupción de lo ordinario. Milei, Trump, Musk representan a la perfección este tipo de «monstruo prodigioso» (mucho más que los más mediocres Le Pen, Abascal, Orbán o Meloni).
Estos monstruos son también una proyección o encarnación concreta de la incertidumbre, pero no ya como chivos expiatorios a sacrificar, sino como medio (no menos ilusorio) de dar cierta forma al desorden imperante a través de algo igualmente caótico, pero humano y concreto, y con quien podemos identificarnos mejor. Así, un monstruo identificable y particular – como Trump, Milei, Putin … – puede presentarse como héroe frente a un monstruo inconmensurable y genérico (la economía errática, la pérdida de referentes, la emergencia de nuevas potencias…) del que promete librarnos para conducirnos a un imaginario y no menos indefinido futuro de abundancia y gloria (lo indefinido es entonces estimulante, y no atemorizante).
Cuando las incertidumbres son tantas y de tan variada naturaleza (crisis climática, inquietud económica, polarización social, amenazas bélicas…) los seres humanos parece, pues, que repetimos este viejo repertorio tripartito: sacrificio de la víctima propiciatoria; añoranza de un pasado idílico; y entronización de aquel que, por extraño e imprevisible que sea (o justamente por eso), parece capaz de hacer un milagro tan extraordinario como aquello mismo que nos espanta. Tal vez parezca que hace falta un monstruo para domeñar lo monstruoso del mundo. Muchos creemos que lo que va a hacer es aumentarlo. Lo veremos muy pronto.
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