Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Hay un pacifismo consistente, que comprende la guerra como
mal menor; y un pacifismo inconsistente, en guerra con hechos y argumentos, que
estima a la paz, sin más matices, como un valor absoluto. Ahora bien, la paz, igual que la guerra, no
es algo que podamos comprender de modo puro o aislado. De hecho, hay muchos
tipos de paz y de guerra. Hay, sobre todo, guerras y paces justas e injustas.
Pongamos el caso de Ucrania. Una paz fundada en entregar un
tercio del territorio al agresor (que en lugar de ser castigado recibe un
premio), regalar la mitad de las riquezas naturales al país «protector»
(en el sentido en que la mafia «protege» a aquellos que extorsiona), e
hipotecar sine die las aspiraciones de ser una nación plenamente
democrática (en lugar de una oligarquía corrupta bajo la órbita del sátrapa
ruso), no es una paz justa, ergo conducirá, de un modo u otro, a una
reanudación de la guerra, sea por parte de los que no pueden soportar la
injusticia, sea por parte de los que se sienten lo suficientemente fuertes como
para confundir la justicia con su regia voluntad.
Pongamos ahora el caso de Europa, donde hemos disfrutado de
ochenta años de paz gracias a una guerra justa contra el fascismo, y su
continuación en forma de guerra fría entre los bloques democrático y
totalitario. Decir, como dice el portavoz parlamentario de IU Enrique Santiago,
que «la
paz nunca se ha logrado con el uso de la fuerza» es confundir el ámbito
uránico de los principios con el de los hechos. Aquí abajo, la paz se logra
continuamente mediante el uso de la fuerza (sea la de la guerra, sea la de cualquier
otro tipo de coacción).
A los argumentos de papel maché que ya esgrimía parte
de la izquierda contra el apoyo militar a los ucranianos (según los cuales las
guerras hay que pararlas, a cualquier precio, mediante la sola diplomacia), se suma
ahora otro muy curioso: «no hay que rearmar Europa para seguir apoyando a Ucrania
porque – dicen – esto supondría enriquecer a la industria militar
norteamericana». Digo que el argumento es curioso, porque si se
propusiera desarrollar una industria militar europea, o reinstaurar alguna
fórmula de servicio militar en nuestro entorno, para no depender, así, de la industria
y la protección de EE. UU., me apuesto lo que quieran a que se rechazaría
tajantemente desde esa misma izquierda. ¿Entonces?
La idea que tal vez necesita comprender el pacifismo más
inconsistente es que la fuerza, como el capital, en la medida en que resultan
inevitables, han de estar en las mejores manos posibles, esto es, en las de
aquellos que, al menos en teoría, están más cerca de poder subordinarlos a
principios y valores que nos permitan vivir con dignidad y libertad. Es por
todo ello que Europa debe desarrollar su propia tecnología militar y
comprometer a la ciudadanía en la defensa de su proyecto civilizatorio (el
único que se identifica idealmente con la razón y el derecho) frente a la
amenaza autoritaria y oligárquica de Rusia, China y, ahora, incluso, de los EE.
UU. de Trump. Tal vez esto sea «morir con las botas puestas»,
pero es lo que tiene creer que una paz sin justicia no es sino otra expresión
sutil, pero igual de dañina, por indigna, de la guerra.
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