sábado, 14 de abril de 2012

La caverna de la caverna.



Dicen algunos antropólogos que la más clara diferencia observable entre nuestros más cercanos parientes homínidos y nosotros es el ARTE. Por ejemplo, las pinturas rupestres, esas representaciones de animales y otros seres que nuestros abuelos plasmaron en las paredes de sus cuevas.  Bonito, ¿verdad? ¿Y no será inevitable (para unos poéticos cavernícolas como nosotros) relacionar este cuento con ese otro que nos legó Platón: el mito de la caverna? Especulemos, como si fuéramos espeólogos de nosotros mismos, sobre esta caverna que habitamos...

El hombre se distingue del animal por su capacidad REFLEXIVA y ESPECULATIVA. Somos conscientes del mundo que nos rodea, pero también de nuestra propia conciencia; pensamos en nuestros pensamientos (en eso consiste reflexionar). Y precisamente por ello somos capaces de distinguir entre el pensamiento y lo pensado, entre la representación y el mundo, entre nuestra mente y la propia realidad. Esta es la condición de nuestra condición humana, caracterizada por la DUDA y la ESPECULACIÓN. Dado que distinguimos entre lo que tenemos en la cabeza y lo que sea la realidad, podemos dudar de la certeza de lo primero y especular acerca de lo segundo. En otras palabras: podemos sospechar del carácter aparente de lo que inmediatamente percibimos y construir teóricamente otros mundos hipotéticamente más verdaderos. Esta es la situación “cavernaria” del hombre, su más honda y maravillosa característica: desconfiar del "más acá" de la apariencia y preguntarse por el "más allá" de lo verdadero . Y en este viaje filosófico consiste, según el viejo simil platónico, su tránsito de la caverna (la apariencia, la inmediatez sensible) al Sol del conocimiento (la realidad, la evidencia racional).

 
¿Y en qué contribuye a esto la representación de unos animales en las paredes de una cueva? En primer lugar, la exteriorización de las representaciones mentales tal vez pueda ayudar a hacernos más plenamente conscientes de las mismas. Cuando el “artista” paleolítico plasma en la pared lo que tiene en su imaginación o en sus recuerdos, está objetivándolo, tomando distancia, y creando así condiciones óptimas para asumir sus propias representaciones como objeto de conocimiento (imaginemos a esos primitivos hombres preguntándose qué tipo de bisontes eran esos pintados en la pared, en qué se distinguían de los que cazaban fuera de la cueva, de dónde y como habían aparecido, etc.).

Naturalmente, debemos suponer que este fenómeno de toma de consciencia de las propias representaciones está igualmente ligado al lenguaje. Escuchar una secuencia de sonidos que signifique, por ejemplo, “estas son huellas de bisonte”, es algo tan diferente a las propias huellas visibles, que parece inevitable pensar en la distinción entre un mundo de signos relativo a nuestra mente y cultura, y otro mundo de objetos reales referido por el primero. Cuando más si, al expresar u oír la expresión simbólica esta era corregida por nuevas percepciones y/o por las indicaciones verbales de otro. Imaginad que nos decían: “estas NO son huellas de bisonte, te has equivocado”, y que tras mirar de nuevo admitíamos nuestro error. ¿No sería lógico preguntarse entonces dónde estaban entonces esas huellas de bisonte que creíamos percibir? ¿Y no sería lógico responder: estaban en mi mente, no en el mundo, y admitir, por tanto, que hubiera como dos lugares o realidades distintas: mi mente y el mundo?

     

La eclosión, en fin, de la competencia representacional (un lenguaje oral más rico en símbolos y más complejo; y la exteriorización de códigos representacionales a través de pinturas y gráfismos, tatuajes, adornos corporales, objetos significativos, etc.) fue, tal vez, lo que determino la distinción consciente entre representación y mundo, y lo que creó, así, la condición para dudar de nuestras representaciones inmediatas (que están en mi mente, o en mi lenguaje, y a veces son erróneas) y preguntarnos por lo verdaderamente real (buscando representaciones correctas y objetivas).

Este no es el único paso, claro está, en esa compleja ascensión desde la oscuridad de la preconsciencia y la ignorancia a la luz del conocimiento. Una vez asentada la desconfianza hacia las representaciones primarias (las percepciones inmediatas), nos tocó sembrar la duda en las propias representaciones simbólicas. PINTAR o hablar de bisontes es la llave (o una de ellas) para que dudemos del carácter de lo que vemos. Pero PENSAR en (y con) nuestros grafos y palabras es la clave para el hacer y el deshacer especulativo acerca del carácter de lo real mismo.

Si esto fuera así, resultaría paradójico que la forma de disolver el espejismo primario, las imágenes de la caverna platónica, fuera plasmarlas pictóricamente en la misma pared, creando imágenes de imágenes. Imágenes eso sí (las pictóricas) mejoradas: más conscientes, más bellas, propicias y coherentes, en suma, más reales (o ideales, lo que, para Platón, es lo mismo).

En fin. Lo originario (lo más primitivo e imperfecto) es la mera VISIÓN (a esto corresponden las imágenes del fondo de la caverna en el mito platónico); el protohombre, el hombre-animal u hombre-niño, no distinguen entre su visión y el mundo (son para él lo mismo).

 Sobre la mera visión aparece algo menos originario (más avanzado y perfecto): la representación consciente, la imaginación, EL ARTE. El cavernícola se pone en acción, se levanta y objetiva pictóricamente su subjetividad visionaria en la pared de su cueva, duplica estéticamente el mundo (la pintura y lo pintado, lo objetivo y lo subjetivo, lo parecido y lo disímil, lo bello y lo feo…), y dónde hay dualidad la lógica aflora a la consciencia como duda, como resistencia a lo doble y contradictorio, y cómo búsqueda de identidad (¿qué mundo es el real, que representación es la verdadera, apropiada, bella?).

Tras esto, la espeolológica aventura humana se acelera. Sobre la representación y el símbolo aparece el PENSAMIENTO TEÓRICO Y ESPECULATIVO, la torsión o re-flexión del cavernícola pre-liberado por el arte y su mundo simbólico hacia el ámbito de las cosas mismas (los significados o ideas, diría Platón) y, tras él, hacia la razón última y fundante de tales cosas o ideas.

Ya decía Platón que el artista está alejado dos veces de la realidad (sus imágenes son una copia pobre de las cosas mismas –es decir: de sus ideas—, que a su vez no son sino una imagen o signo de lo que les presta realidad –la perfecta y pura Identidad—). Pero aún más alejada está la simple visión o percepción, la pura subjetividad inconsciente del animal.

¿SERÍA ASÍ EL ARTE EL ESLABÓN ENTRE NUESTRA INFANCIA ANIMAL Y NUESTRA HUMANA MADUREZ? ¿El paso –adolescente- que hay entre la simple inconsciencia de los inicios, y la reflexión y especulación racional posterior? ¿NO ES ESTO LO QUE PODRÍA DECIRNOS ESTA BELLA HIPÓTESIS ANTROPOLÓGICA?
  


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