En
un reciente artículo, el neurocientífico Rafael Yuste y el
ingeniero Darío Gil (Que la ciencia revolucione la política, El
País, 7/6/2020)
proponían distintas medidas – la más destacable la de crear una
“vicepresidencia científica” – con que asegurar la presencia
de la ciencia en las esferas de poder, algo que, según ellos,
resulta imprescindible no solo para encarar situaciones como las de
la actual pandemia, sino también para tomar todo tipo de decisiones
gubernamentales. Como el artículo ha
complacido a algunos de mis amigos más entusiastas (ya saben el
fervor religioso que despierta el positivismo cientifista),
me apresuro a refutar su tesis, no vaya a ser que la cosa animé a
más forofos de las utopías tecnocráticas (esas en las que los
científicos, nobles y heroicos, vienen a gobernar y salvar el mundo
– opuestas a las distopías, no menos frikis, en que los mismos
científicos, ambiciosos y enloquecidos, se aprestan a destruirlo –). La primera razón por la
que los científicos no deben tener poder político es que la ciencia
no sabe más que usted o que yo acerca de lo
que se debe hacer
con ese poder. Y digo “lo que se debe” porque la política trata,
fundamentalmente, de aquellos fines, normas y acciones que, por
considerarlas buenas
o justas, debemos
proponernos como marco legítimo de convivencia. Ahora bien, para
saber qué es “lo que se debe” no vale el método de la ciencia –
lo “bueno” o lo “justo” no son “hechos” observables o
sujetos a experimentación –. Por eso a casi
ningún científico serio se le ocurre que su competencia como tal le
habilite especialmente para ser gobernante. ¿Esto quiere decir que
las ciencias (la economía, la biología, el urbanismo, la propia
politología…) no sean políticamente valiosas? En absoluto; los
científicos deben asesorar a los políticos proporcionándoles datos
y opciones, calculando las consecuencias de tales opciones y, llegado
el caso, contribuyendo a su realización, pero no, de ninguna manera,
intentando determinar cuál o cuáles son políticamente las más
justas.
El segundo motivo para no
permitir que los científicos ocupen el poder es el rechazo
democrático a la vieja idea platónica del “gobierno de los
sabios”. Ese rechazo es fruto de la creencia (irracional, pero de
sentido común
para muchos) de que sobre los asuntos ético-políticos no hay
conocimiento objetivo que valga (ni científico ni no científico),
sino solo gustos u opiniones, por lo que la única forma de decidir
qué leyes debemos ponernos es, en última instancia, la de la
imposición de lo que quiere la mayoría (no por ser sabios, sino por
ser mayoría). ¿Qué podría justificar entonces la pretensión de
otorgar poder político a los científicos? Solo una de estas
peregrinas suposiciones: o la creencia en que para gobernar
justamente no se requieren criterios de justicia, o la suposición de
que el conocimiento de tales criterios podría ser accesible a la
ciencia (tal vez observando alguna circunvalación olvidada del
cerebro). Juzguen ustedes.
El tercer motivo por el que
la ciencia no ha de tener un acceso privilegiado al poder es porque,
contrariamente a lo que la gente imagina, el saber científico no es
ética o políticamente neutro. Que la ciencia no proporcione
conocimientos éticos o políticos no quiere decir que no esté
imbuida de valores o ideología (no solo la de los propios
científicos, o la que se desprende de los supuestos teóricos y
prácticos de su trabajo, sino también la de aquellos poderes que la
sostienen institucional y financieramente). Esto explica que casi
siempre haya científicos para todo (y para todo el que se pueda
pagar una investigación que legitime
sus propósitos).
En conclusión: los
científicos tienen un rol muy importante como asesores, pero no como
sujetos de decisiones políticas. La diferencia es sencilla. Y no
verla clara es el primer paso para aceptar regímenes tecnocráticos
en los que, en nombre de una presunta “asepsia” científica, se
asumen ciegamente todo tipo de presupuestos ideológicos y se relaja
el control ciudadano que debemos ejercer sobre los (cada vez más
numerosos) comités
de expertos que –
indudablemente – requieren nuestras modernas y complejas
sociedades.
Este artículo fue publicado en El Periódico Extremadura. Para leer el artículo completo pulsar aquí.
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