Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Mucho se habla de la extinción de las
abejas o los gorriones, pero muy poco de la de los niños. Si se fijan, se han
volatilizado de nuestras calles y plazas sin apenas advertirlo. Ahora solo los
ves tras el cristal oscuro de los coches, llevados de una actividad a otra por
padres que parecen más «coaches»
que padres, o tras la verja de las urbanizaciones o
el parapeto de las zonas de juego, como animales casi extintos vigilados por
una tribu de celosos progenitores.
¿Será bueno que ya no haya niños y niñas solos por las calles, corriendo a todo meter entre los transeúntes, dando balonazos a las farolas, trasteando en los escampados o jugando a las prendas en un banco? No lo sé. Y lo último que quisiera es inventarme un paraíso perdido y analógico. Pero mucho me temo que sin niños hechos a habitarlo, el espacio común que son las plazas y calles esté condenado a desaparecer (en cuanto se vayan los ancianos que aún hoy lo ocupan), es decir: a reconvertirse del todo en lugares puramente comerciales o turísticos.
Que los niños ya no revoloteen como vencejos por las plazas no es solo motivo de nostalgia, sino también síntoma de que la calle ya no es el lugar de sociabilidad y educación que siempre ha sido, especialmente en las culturas del llamado «sur global». Los que somos más viejos recordamos que en la calle aprendías rudimentos básicos de economía (y moral) haciendo recados, de geografía yendo solo al cole, o de matemáticas y ciudadanía cambiando cromos o discutiendo sobre los avatares del juego. Esas eran nuestras «situaciones interdisciplinares de aprendizaje». No había que incubarlas arficialmente en clase porque las cultivábamos naturalmente fuera. Igual que el trabajo en equipo (necesario para jugar y hacer trastadas), la convivencia con gente distinta (en la calle nos mezclábamos más o menos todos) o la autonomía personal, competencia suprema que se lograba gracias a que tu andabas por ahí (sin móvil ni marcado con un chip como los perros) y tus padres en su casa y a sus cosas.
Es cierto que los niños de hoy en día también juegan; y tal vez a juegos más educativos e interesantes. Pero me parece que lo hacen menos, ocupados como están en mil actividades formativas. Y que juegan más solos, ni con amigos ni con hermanos (si es que los tienen). Y, sobre todo, que lo hacen en entornos privados: el cuarto de juegos, el parque de la urbanización, las redes y escenarios virtuales creados por empresas tecnológicas… Juegan, en suma, «en» (y «a») un mundo que, a diferencia del de las calles, ya no es el mundo compartido por el común de la ciudadanía, sino, a lo sumo, por un determinado tipo de cliente (el del nicho urbanístico de referencia, el de la plataforma de entretenimiento favorita…).
¿Es todo esto bueno? Pues depende. Si lo que queremos es una sociedad-hormiguero de productores-clientes inermes ante el poder y sin apenas vínculos sociales o políticos (ni siquiera los de la familia, también en decadencia) seguramente sí. Pero si lo que preferimos es una sociedad de ciudadanos acostumbrados a convivir y comunicarse con gente diferente, a confrontar opiniones con naturalidad, y a conocerse y cuidarse unos a otros desde la infancia, mucho me temo que la respuesta tenga que ser negativa.
Profundo como siempre
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