Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
El poder representa, en general, la fuerza o potencia para dar forma a las cosas. Y el poder político la capacidad para conformar la voluntad de la gente con respecto al orden establecido (o por establecer). ¿Cómo se obtiene este poder? Simplificando mucho, de dos maneras, habitualmente correlacionadas: por coacción y por convicción. El poder coactivo violenta la voluntad del sometido desde fuera, y el poder por convicción la mueve a conformarse desde dentro, «libremente». El primero se funda en amenazas y chantajes. El segundo en la persuasión retórica y los argumentos.
Ahora bien, entre la coacción y la
convicción podemos encontrar otras fórmulas mixtas para obtener conformidad.
Una de ellas es la seducción, y la otra – casi inversa – la humillación.
La seducción genera un efecto cautivador que mueve al sujeto a conformarse
voluntariamente sin necesidad de razones o palos. Las fórmulas de seducción
suelen tener varios ingredientes: el de la belleza (como la de un discurso o la
del arte puesto al servicio del poder y sus rituales), el de la emoción
religiosa, o el de esa mezcla entre religión y arte que representan el
imaginario y los mitos de una cultura.
La otra fórmula mixta, de la que se habla
muy poco, y de cuya utilización podemos ver una muestra casi perfecta en la
actividad pública del nuevo presidente de los EE. UU, es la de la humillación.
Como la seducción, la humillación mueve al sujeto a convencerse de su
inferioridad frente al poderoso (y, por ello, a obedecerle), pero, a diferencia
de la seducción, en la que la inferioridad se experimenta por contraste con una
superioridad sentida como legítima (por la belleza o la condición divina o
sobrenatural del que nos somete), en la mera humillación la sensación de
inferioridad se logra por la exhibición de fuerza (en absoluto bella o divina)
de alguien que es sustancialmente como nosotros. Así, mientras que la seducción
parece estar más cerca de la convicción que de la coacción (aun cuando sea una
convicción rendida a instancias irracionales y heterónomas, como ocurre en la
pasión amorosa o la religión), la humillación parece más cerca de la coacción
que de la convicción, en tanto el que humilla no es un dios ni una belleza
superlativa, sino alguien como tú –– de ahí lo humillante – pero dueño
circunstancial de la fuerza o los recursos.
Visto lo anterior, la conclusión es que
el poder de la coacción y la humillación no puede ir tan lejos como el de la
convicción y la seducción. Acciones y discursos tan zafios como los
protagonizados por Trump y sus secuaces no deberían tener más éxito que el de
un mediocre «reality show». Si, además, la apuesta proteccionista y neoimperialista escenificada
por Trump no tiene el efecto económico para la clase media que esta espera (no
se ve fácilmente cómo) o/y coloca al mundo al borde de un conflicto generalizado,
su prestigio debería durar muy poco. La moneda está en el aire. Y si, caiga
como caiga, sirve para despertar y fortalecer el poder – fundado en la
convicción y la seducción – de la UE (es decir, de la realización menos
imperfecta que conocemos del ideal civilizatorio occidental), pues mejor que
mejor.