La educación ambiental o, como se dice ahora con más ambición, "ecosocial", es fundamental para entablar una relación más conveniente, justa y sabia con la naturaleza y, a la vez, con el resto de los seres que vivimos de ella y con ella. Siempre que esta educación, como toda educación en valores (¿Cuál no lo es?) se imparta desde una perspectiva crítica, es decir: ética. Sobre todo esto, la Fundación Manuel Mindán nos publica un artículo en el nuevo número de su boletín anual. Para leer todos los artículos pulsar aquí.
viernes, 22 de agosto de 2025
La educación ecosocial desde una perspectiva ética y crítica
La educación ambiental o, como se dice ahora con más ambición, "ecosocial", es fundamental para entablar una relación más conveniente, justa y sabia con la naturaleza y, a la vez, con el resto de los seres que vivimos de ella y con ella. Siempre que esta educación, como toda educación en valores (¿Cuál no lo es?) se imparta desde una perspectiva crítica, es decir: ética. Sobre todo esto, la Fundación Manuel Mindán nos publica un artículo en el nuevo número de su boletín anual. Para leer todos los artículos pulsar aquí.
miércoles, 20 de agosto de 2025
De cabras y cabrones
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Corría hace días un meme que afirmaba que
el problema de los incendios forestales se resolvía con «más cabras en los montes y menos cabrones en los despachos». Se trata de una ingenua o malintencionada cretinez que, como cualquier otro meme, tenía el éxito asegurado entre quienes se impacientan por leer más de dos frases seguidas. Pero veamos por qué se trata de una simpleza.
En primer lugar es dudoso que el
incremento de los incendios se deba a un exceso de legislación «ecologista» presuntamente culpable de despoblar los campos y multiplicar la masa forestal,
como viene a decir el tal meme (y algunos políticos y representantes de
organizaciones agrarias). Hace treinta o cuarenta años, con leyes
medioambientales menos restrictivas, más población rural y menos masas
forestales, se quemaban el doble de hectáreas (miren las estadísticas). Y si
los incendios han disminuido a la mitad parece que es, precisamente, gracias a
esas políticas forestales que, sin ser perfectas, son el doble de buenas que lo
que había. El problema de los incendios no es, pues, que haya demasiadas leyes,
¡sino que no se cumplan! La «ecologista» Ley de Montes, en vigor desde 2003, ya obligaba a la limpieza de
montes durante todo el año. Otra cosa es que los dueños del cortijo (el
territorio forestal es en su inmensa mayoría propiedad privada) y las CC. AA.
competentes hagan lo que les toca. Por cierto: ¿serán las comunidades donde hay más incendios «por culpa de las leyes ecologistas» las que menos respetan las «leyes ecologistas»?
Por otra parte, controlar el nivel de
maleza del monte ayuda, pero solo después de que se haya producido el incendio, que es
lo que hay que evitar. Los bosques tienen malezas y sotobosque desde el principio de los
tiempos, y no siempre se queman. Para que ardan hay que prenderles fuego. Y
desengáñense, el rayo o el pirómano loco representan un porcentaje mínimo:
la mayoría de los incendios son provocados por negligencias humanas, sobre todo
por el uso ilegal del fuego en actividades agrícolas y ganaderas (vuelvan a mirar
las estadísticas). Si a esta inveterada tradición rural de «la quema», más otros
descuidos y negligencias humanas, le unimos el cambio climático global – sí,
ese que demuestran miles de científicos de todo el mundo y niega una porción de
demagogos de barra de bar con aspiraciones políticas – nos encontramos con lo
que tenemos: gigantescos incendios casi imposibles de parar.
La solución no es, pues, soltar cabras
por el monte (curiosamente, los incendios más graves se dan en las CC. AA.
donde hay más ganadería extensiva), sino que personas verdaderamente expertas
trabajen –y perdón por la expresión – «como cabrones» en los despachos generando estrategias de gestión forestal no basadas en bulos o
en el quimérico retorno a una falsa arcadia rural, sino en el cumplimiento de
las leyes, la identificación de los delincuentes, la dignificación de los
trabajadores forestales y la coordinación entre expertos, profesionales y
autoridades para prevenir, reducir y extinguir con mayor eficacia los
incendios. Si nos dejamos de memes y actuamos responsablemente como ciudadanos
(no votando, por ejemplo, a quienes niegan lo evidente y reniegan de las leyes
que protegen nuestros recursos forestales), tal vez evitemos que nuestros
nietos hereden un pedregal desértico donde no puedan vivir ni las cabras.
miércoles, 13 de agosto de 2025
Educación y mestizaje
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Lo primero que les pregunto el primer día de clase a mis alumnos es quiénes son. La mayoría comienza diciéndome cosas tan extravagantes como su nombre u ocupación actual; como si no pudieran llamarse de otro modo o dedicarse a otra cosa. Otros, poseídos por la mitología del género, me dicen muy serios que son varones, mujeres o vete tú a saber; como si las personas no pudiéramos ser tales más allá de nuestra condición genética y cultural. Y otros, más patriotas, proclaman que son españoles, ahí es nada; como si no se pudiera pasar de la tribu y probar otras costumbres, vivir en otros lugares, hablar otras lenguas y creer en otros dioses … sin dejar de ser lo que somos…
Si es que tal cosa es posible, pues todo lo dicho encierra una invencible paradoja filosófica: ¿cómo mantener el más mínimo asomo de identidad si todas las propiedades que nos definen son variables y accesorias? El viejo filósofo Parménides decía que las cosas que cambian no pueden ser nada. Y Heráclito el Oscuro afirmaba que lo único que no cambia es que todo está cambiando. Tal vez sea esta imposibilidad lógica de «ser» la que haga que la gente se agarre a cualquier ilusión de inmovilidad – el nombre, el oficio, el género, la patria, la lógica... – como si no existiera un mañana que lo deshiciera aparentemente todo.
Ahora bien, ¿tan terrible es el cambio? ¿Es que no hay cosas que cambiar y mejorar? Imaginad – les digo que dice otro filósofo – que no fuéramos más que el deseo de esa identidad y plenitud que nos falta. ¿No nos lanzaríamos entonces a buscarnos en todo lo que difiere y divierte, a ver si en el encuentro con lo diferente y «otro» logramos cambiar y reconocernos más íntegros y mejores? Si no creyera en esta posibilidad – les confieso – cambiaría de oficio, pues qué otra cosa es educar sino celestinear ese encuentro…
Es por esto que la demagogia de algunos sobre la necesidad de «proteger los usos y costumbres españolas» frente a los inmigrantes es no solo falsa (las «costumbres españolas» – las buenas y las malas – están de moda, y en absoluto amenazadas) e incongruente (no hay uso, costumbre, lengua o religión «españolas» que no sea fruto del mestizaje con otras culturas, entre ellas la islámica), sino también patética, en cuanto ensalza el «pathos» del miedo al «eros» del encuentro con lo que nos saca de nuestras casillas y nos empuja a crecer.
Pero ojo, esto no quiere decir que no sea igual de incongruente y patético sacralizar los usos, costumbres o valores de los inmigrantes. Hacer comunidad y facilitar un encuentro fértil e integrador entre culturas exige derribar usos, costumbres, prejuicios, dogmas y guetos – sean de quienes sean – que impidan la convivencia real, esto es: el intercambio libre y honesto de ideas. Y esto exige que quienes vivan o lleguen a nuestro país acepten, como cualquier otro ciudadano, las condiciones necesarias de ese encuentro: dominar un idioma común, aceptar el cuestionamiento de las propias creencias, abrirse a participar en la búsqueda de acuerdos, rechazar toda posición dogmática, tolerar las ideas contra las que aún no se logrado (con)vencer a los demás, y no admitir en el diálogo y la interacción con otros más fuerza que las de los argumentos (y, en su defecto, la de las leyes). Si estamos todos bien educados en esto, ya pueden pasearse por la calle todos los que quieran y quepan, por diferentes que nos parezcan. Los presuntos privilegios que tememos perder por su culpa nos serán recompensados con ese fértil mestizaje que nos va haciendo ser aquello tan problemático que somos.
jueves, 7 de agosto de 2025
El verdadero secuestro de Israel
Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Suele decirse que la primera víctima de una guerra es la información. Pero es difícil interpretar erróneamente lo que ocurre en Gaza. No solo porque los intérpretes que coinciden sean muchos y distintos (agencias internacionales, ONG, médicos, periodistas que se juegan la vida sobre el terreno, incluso organizaciones y medios israelíes), sino porque las propias autoridades hebreas lo confiesan sin el menor rubor: se trata de arrasar Gaza, volver el territorio inhabitable para los palestinos que sobrevivan y apropiarse de él. El plan está clarísimo. Y los atentados de Hamás han sido la ocasión de oro para los que suspiraban por llevarlo a cabo.
La pregunta clave es cómo justifica todo esto el resto de la ciudadanía israelí. Saber que tu propio ejército, con el dinero de tus impuestos, bombardea indiscriminada y diariamente a mujeres y niños, dispara a la gente que acude a pedir comida o bloquea la entrada de camiones con agua y alimentos para matar de hambre a los gazatíes, no debe ser fácil. Más aún si pensamos que Israel fue fundada al amparo de la ONU (de cuyas resoluciones se burla ahora y a cuyos trabajadores no tiene reparo en asesinar) y en torno al trauma del genocidio nazi. ¿Cómo pueden justificar la matanza sistemática de palestinos los hijos de aquellos que se preguntaban, escandalizados, por la indiferencia de los alemanes ante el acoso y exterminio de los judíos durante el nazismo?
Como ocurre en cualquier genocidio, las creencias que lo permiten o alientan han de poseer un grado de radicalidad parejo al de los crímenes que justifican. Esto puede observarse fácilmente en el caso de los fanáticos de Hamás, corresponsables de la destrucción de Gaza, cuyos milicianos no dudan de la dignidad religiosa del martirio de un pueblo entero; o en el caso del actual gobierno mesiánico y supremacista hebreo, igualmente convencido de la legitimidad de su guerra santa contra los palestinos (para cuya confusión se financió en sus orígenes a la propia Hamás). ¿Pero y el resto de la población israelí, aquella a la que solemos considerar cercana a nosotros en el ámbito de los valores morales y principios políticos? ¿De verdad puede creer que todos los gazatíes, niños incluidos, son sanguinarios terroristas merecedores del exterminio bajo las bombas o el hambre; que la forma más eficaz de acabar con Hamás es multiplicar al infinito el odio que lo retroalimenta; o que Israel es un Estado rodeado de poderosos enemigos – cuando Irán, el único que le queda, apenas es capaz de hacer despegar un solo avión para defender su espacio aéreo –?
El verdadero secuestro causante del exterminio de los parias de Gaza no es, pues, el de unos cientos de israelíes (muchos de ellos vivos, a diferencia de los más de 60.000 palestinos muertos y olvidados), sino el de los principios e ideas que hacían de Israel un bastión de la democracia y los valores occidentales en Oriente; valores que el gobierno israelí pisotea a diario, poniendo al estado judío a la «altura» de su archienemigo Irán. Tal vez es lo que deseaban tanto Hamás como el gobierno de Netanyahu quien, con la indiferencia de buena parte de la ciudadanía, y la complicidad de EE. UU y sus vasallos, tiene secuestrado un proyecto político que quiso ser radicalmente distinto al que hoy nos avergüenza.