miércoles, 24 de septiembre de 2025

Risa y civilización

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.

 

Siempre he admirado el sentido del humor ácido y a menudo autocrítico de los norteamericanos (especialmente, como me recuerda un amigo, ese que se ha dado en llamar humor judío). La primera vez que vi la comedia «One, Two, Three» de Willy Wilder, comprendí por qué los americanos le ganaron la guerra fría a los rusos. La película, estrenada en 1961, y titulada «Uno, dos, tres» en España, era una sátira en la que se caricaturizaba con el mismo humor vitriólico a soviéticos y norteamericanos. Solo quien es realmente superior – pensé – puede reírse así de sí mismo y pese a ello (o precisamente por ello) ganar la batalla ideológica. Casualmente, durante ese mismo año de 1961 los rusos levantaron el muro de Berlín, señal inequívoca de que habían perdido estrepitosamente la guerra, la cultural y todas las demás: eran incapaces de reírse de sí mismos y daban por eso mucha más risa. 

Observo ahora las patéticas maniobras de Donald Trump para acabar con los «late shows» televisivos en los que se ríen de él y tengo la intuición de que los Estados Unidos están verdaderamente en las últimas, y que el movimiento MAGA no va realmente de hacerlos grandes de nuevo, sino de encerrarlos en una enorme mentira que los anestesie frente a un proceso irreversible de envilecimiento moral y empequeñecimiento político. 

El humor sin restricciones es la prueba de fuego del clímax civilizatorio de un pueblo. Reírse sin complejos de uno mismo, tanto o más que del prójimo, es también un síntoma claro de madurez humana. En ambos casos la burla significa que se tiene la seguridad y la lucidez suficiente como para perderle el miedo y el respeto tanto a los demás como a todas las ridiculeces que uno mismo cree ser, sin que tal cosa conduzca al odio, el victimismo o la violencia, sino a la infinita y profunda compasión que – después de la carcajada – nos inspira el conocimiento profundo de lo que somos. 

Por eso, que Trump – ese siniestro bufón de sí mismo armado hasta los dientes – sea incapaz de soportar a quienes se ríen de él o de aguantar una reunión sin que se le adule con el simulado respeto que prestamos a los locos, no es más que una muestra evidente de la extrema debilidad del personaje y, con ella, de la decadencia de todo lo que este representa. Porque la risa y la sátira sin límite marcan el clímax de una civilización, pero también el principio de su caída. El gran ciclo de la comedia americana que culmina en los sesenta y prosigue de forma más histriónica y vulgar en la era dorada de los «late shows» televisivos se acaba en los USA de Trump (tal como se acabó la Atenas de Aristófanes o el Siglo de Oro español). Y todo hace temer que tras el fin de esa eclosión de luz y libertad vuelva – siempre vuelve – el fanatismo, la guerra y la lenta agonía de una civilización destinada a disolverse como tantas otras. Es lo que ocurre cuando la burla, irreverente y herética por definición, desata la tormenta del resentimiento en todos aquellos (líderes o liderados) que, incapaces o marginados del ejercicio trascendental de la risa, necesitan volcar su humillación sobre los «chistosos de la clase», chivos expiatorios de todos los que guardamos un prudente silencio de muerte ante los tiranos que andan tomando y rondando el poder.


miércoles, 17 de septiembre de 2025

La política apoliticidad del deporte

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


El boicot a la Vuelta Ciclista ha acrecentado el clamor de muchos ciudadanos por despolitizarlo todo, no solo el deporte, sino el arte, los medios, la judicatura, las discusiones familiares y, si mi apuran, hasta a los mismos políticos (tal vez sustituyéndolos por inteligencias artificiales, como recientemente en Albania). En el fondo anda esa vieja e insensata creencia que considera a la política como el veneno que contamina la convivencia, en lugar de lo que la hace realmente posible.

Decía Aristóteles que el ser humano es, por definición, un animal político, esto es: un ser que necesita vivir en sociedad y, por ello, arbitrar normas y valores para articular la vida en común. Y es curioso – y sospechoso – que la política tenga tan mala prensa hoy, justo cuando más presente está en una de sus formas (la de dejar que sean las normas del mercado y la guerra las que nos gobiernen a todos) y más necesaria resulte en otras; por ejemplo, en la de establecer un sistema firme y justo de normas internacionales que permitan pasar de la selva global a un mundo – permítanme el neoplasmo – políticamente civilizado.

El deporte representa hoy esta misma paradoja de simular apoliticidad cuando más político es. Y no me refiero únicamente al deporte de masas, ese que, desde las olimpiadas de la antigua Grecia hasta hoy ha sido siempre un instrumento de propaganda política y un chute de opio con que entretener al pueblo, sino al propio ejercicio privado del deporte, convertido hoy en un rito religioso en honor de los valores del nihilismo contemporáneo (la salud, la belleza física, el éxito individual…).

Precisamente porque el deporte, aunque sea una actividad netamente política, simula no serlo, es por lo que resulta una herramienta ideal para aleccionar (transmitiendo valores y pautas de conducta como si fueran naturales e inobjetables) o para proporcionar un lavado de cara moral a regímenes que quieren capitalizar el prestigio de los ideales occidentales (el deporte moderno es un producto occidental) mientras mantienen políticas completamente opuestas a dichos valores.

En contra de este «sportwashing» o lavado de cara ha reaccionado buena parte de la ciudadanía con el boicot a la Vuelta Ciclista a España, aunque la protesta no ha resultado del todo justa. ¿Por qué solo el equipo israelí y no los sufragados por teocracias árabes como Emiratos o Baréin? ¿Y por qué solo la Vuelta y no los grandes acontecimientos futbolísticos o la Fórmula 1, todos ellos contaminados por el dinero de estos estados deseosos de ganar legitimidad a la par que aplastan cualquier asomo de democracia, entierran en vida a sus mujeres y se ríen de los derechos humanos.  

En cualquier caso, la estrategia del boicot parece justificada en el ámbito deportivo. A diferencia del arte o la filosofía, actividades en las que la provocación y el diálogo crítico son elementos consustanciales (y en las que, por ello, no debería haber veto alguno), el espectáculo deportivo es un evento netamente propagandístico, en el que no cabe discutir sobre el valor de lo que se exhibe y en el que, por eso, resulta oportuno boicotear aquello que no concuerda con los ideales que queremos transmitir. Otra cosa sería que nos dejáramos definitivamente de hipocresía y celebráramos los valores políticos realmente imperantes (la competencia feroz, el engaño, la desigualdad rampante, el ejercicio libre de la fuerza…), en cuyo caso los equipos y deportistas que representan a Israel, Rusia, China, Irán, los países árabes o los USA de Trump, serían completamente bienvenidos.

miércoles, 10 de septiembre de 2025

Los filósofos y Gaza

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


   No es difícil encontrar filósofos defensores y detractores, en uno u otro momento, de toda clase de ideas y posiciones políticas. Es lo propio de ese diálogo continuo en que consiste la filosofía. Sin embargo, bajo esta dialéctica incesante late una pregunta igualmente filosófica, y en muchos sentidos decisiva: ¿existe algo que podamos entender todos como radicalmente injusto? Algunos pensadores del siglo pasado apuntaron al Holocausto nazi como un hecho moral singular, ante el que todos debíamos emitir un juicio único y contundente. Pero tal vez esto fuera una exageración…

Pensemos en lo que ocurre ahora en Gaza. ¿Podría pensarse en la masacre de la población gazatí (por parte del Estado heredero moral de Holocausto) como una acción universalmente injusta? Desde luego, no lo es para Hamás, que la provocó para demandar atención y desprestigiar al enemigo, ni para el gobierno de Netanyahu, que la utiliza para acabar del todo con el nacionalismo palestino. ¿Pero y para los filósofos, o para cualquier persona que no tenga intereses directos en el conflicto?

Una primera perspectiva podría fundarse en el análisis de medios y fines. Los medios pueden ser racionales, pero los fines no (y a viceversa). Curiosamente, Hamás y el gobierno hebreo emplean actualmente los mismos medios (masacrar a la población civil, fundamentalmente la palestina) para lograr un fin similar (suprimir a los enemigos y recuperar la tierra sagrada de sus antepasados). ¿Pero es este fin racional? Si no lo es, difícilmente podremos justificar los medios. Y si supusiéramos otros fines más razonables (como la seguridad del Estado judío, o la construcción de dos Estados – o uno plurinacional—), serían los medios actualmente empleados los que serían discutibles (¿Será Israel un país más seguro tras haber matado indiscriminadamente a miles de sus vecinos? ¿Estará más cerca la convivencia política tras multiplicar el odio mutuo al infinito?).

Otra perspectiva posible tiene que ver no con medios o fines, sino con principios. Una ética de principios podría decir cosas como: “hagan lo que hagan otros, y sean cuáles sean nuestras circunstancias o intereses particulares, no se mata a niños a sangre fría, no se deja morir a enfermos sin necesidad, no se dispara a los hambrientos, no se bombardean escuelas y hospitales repletos de gente, no se utiliza a civiles como escudos humanos…”. Pero este planteamiento ético parece totalmente extemporáneo hoy. Si algo hemos aprendido de la masacre (o, para algunos, el genocidio) de Gaza, es que hemos retrocedido definitivamente a un mundo sin normas ni principios – ni siquiera retóricos o simbólicos – distintos a los de la fuerza bruta.

Ahora bien, donde no hay predisposición a considerar principios ni reflexión sobre los fines, no hay objetivamente nada sobre lo que filosofar, y el diálogo se detiene frente al antagonista perfecto del universal ético: la realidad desvelada como una simple y absurda pesadilla. Me temo que en esas estamos.

 

miércoles, 3 de septiembre de 2025

Porque lo digo yo

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

No hay mayor exhibición de poder que crear la realidad a golpe de palabras. Es lo que hacen dioses, literatos, filósofos o… políticos. En el caso de los más tiranuelos (o en trance de deificación) las palabras pueden ser especialmente inverosímiles (piensen en las barbaridades y mentiras descaradas de Trump e imitadores). Pero no pasa nada, pues los objetivos de la mentira mayestática son acrecentar el propio poder («mi palabra es la ley», cantaba Vicente Fernández) y promover la conformidad o fe ciega de súbditos y creyentes («Credo quia absurdum», decían los teólogos más fideístas).

En un artículo reciente, el filósofo Daniel Innerarity reflexionaba en cómo este uso político de la mentira conculca la idea de que vivamos en la era de la «posverdad»: sin una firme creencia en la verdad – dice – no cabría el respeto supersticioso por el que se la salta con total impunidad (ni otros fenómenos concomitantes como el de la polarización política). Yo añadiría que más que una negación de la verdad, lo que prolifera en nuestra (nada original) época es la subordinación de la verdad al poder: la verdad existe, pero se mide por su utilidad para lograr conformidad, apoyos, victorias bélicas o logros personales.

Para combatir o equilibrar este pragmatismo (que, llevado al extremo, amenaza a toda democracia que se precie) se suele invocar a la educación, al diálogo y a la educación en el diálogo. Son ideas razonables, pues un verdadero diálogo (y una verdadera educación) antepondrá siempre la verdad al poder o, si quieren, no aceptará más poder que el de la verdad (en tanto y cuanto se manifieste así para quienes participan de él). Ahora bien, que la idea sea razonable no quiere decir que sea fácil de poner en práctica.

Por lo mismo que el diálogo desmonta toda exhibición o voluntad de poder, no puede darse allí donde se imponen el poder o el deseo de este. Por ello es difícil que el diálogo crezca en entornos públicos (parlamentos, redes sociales…) en los que la prioridad es la pura confrontación por el poder (incluyendo el poder personal), o en otros que parecen haberse contagiado de esta concepción pragmática de la verdad.

¿Qué hacer entonces? Para promover un diálogo honesto que priorice la verdad sobre el poder hay que cultivar primeramente ciertas virtudes públicas, como la humildad (el diálogo no es una confrontación de egos…), la cooperación (… ni un torneo retórico), el rechazo a toda violencia (… ni una negociación), el pluralismo (… ni un monólogo camuflado), la empatía (…ni un diálogo de sordos) o una cierta «generosidad hermenéutica» (… ni el gozoso linchamiento del argumento del otro convertido en hombre de paja). Pero además de estas virtudes, hay que exigir también un mínimo de rigor epistémico, y esto nos devuelve al principio. El «es así “porque” lo percibo, siento o digo yo» (en lugar del «es así “como” lo percibo, siento o digo yo antes de que contrastemos datos y razones») no es solo una exhibición de poder que impide toda dialéctica, sino, peor aún, una exhibición de casi la peor mentira democrática que podamos concebir: aquella que pretende hacer pasar por diálogo libre lo que no es sino una alienante exhibición de poder individual – a imagen y semejanza del que teatraliza el tirano para demostrar que lo es –.

martes, 2 de septiembre de 2025

Qué hubiera sido de mi vida si...

 

Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura

Siendo niño, solía leer una revista del corazón que andada a menudo por casa. Era cutre y sensacionalista a más no poder, pero tenía una sección que me llamaba mucho la atención. Se llamaba «Qué hubiera sido de mi vida si…» y en ella los lectores imaginaban cómo hubiera cambiado su existencia si hubieran tomado decisiones distintas a las que en su momento tomaron. Aunque en la revista se insistía en la importancia de las decisiones personales, a mí me daba por pensar en aquellas circunstancias sobre las que no tenemos ningún control (si es que en las «decisiones» tenemos alguno). ¿Qué hubiera sido de mi vida si… hubiera nacido en otro lugar, si mis padres fueran más ricos, si fuera más alto y guapo?

Hace más de cincuenta años, el filósofo John Rawls utilizó el término «velo de ignorancia» para nombrar la hipótesis que, según él, deberíamos asumir antes de juzgar si algo es políticamente aceptable. La hipótesis consiste en imaginar que no sabes qué lugar te va a tocar ocupar en una sociedad dada (si vas a ser varón o mujer, sano o discapacitado, rico o pobre…), ¿qué principios, leyes o medidas a implantar te parecerían entonces justas o injustas? La propuesta es que, antes de promover o apoyar una ley, imagines cómo sería tu vida bajo ella en el caso de que hubieras nacido pobre, o mujer, o en una familia o región más deprimida que otras…

De todo esto me acuerdo cuando oigo lo que oigo sobre los inmigrantes. Fíjense que la mayoría de los argumentos o creencias sobre la inmigración se responden de manera simple y contrastando datos: ¿Traen los inmigrantes más delincuencia? Según los datos de jueces y policías, no. ¿Nos quitan el trabajo a los nativos? Según empresarios, gobierno y sindicatos, no (es más: trabajan en lo que no quieren hacer los de aquí). ¿Copan el acceso a los servicios sociales? No: son trabajadores jóvenes y, por ello, los que más contribuyen y menos necesitan de esos servicios. ¿Suplantan a la población autóctona? No: más bien son la minoría que la sirve y cuida a muy bajo coste. ¿Atentan contra nuestra cultura o identidad? No: nuestra cultura tradicional está siendo transformada – como ha pasado siempre – por culturas más ricas y fuertes, como ahora la anglosajona, y no o muy superficialmente por las de los inmigrantes (la mayoría de los cuales, que son latinoamericanos, tienen la misma que nosotros) …

Pero más allá de estos datos, hay una cuestión que, para planteársela e intentar responder a ella, es imprescindible un cierto ejercicio de empatía e imaginación: «¿qué hubiera sido de nuestra vida si fuéramos pobres en un país pobre y supiéramos que unos kilómetros más allá hay trabajos diez veces mejor pagados, médicos asequibles, viviendas dignas y parques y escuelas para nuestros hijos…? ¿No haríamos todo lo posible para escapar de la miseria y jugarnos la vida en la primera patera que pudiésemos pagar? ¿No haríamos lo mismo que los inmigrantes ilegales si la inmigración legal fuera poco menos que imposible?». Piénsenlo. Yo creo que sí. Ya lo hicieron, de hecho, nuestros padres y abuelos cuando tuvieron que irse, con papeles o sin ellos, a cualquier rincón del mundo a buscarse el sustento. Y eso, aunque al otro lado de la frontera hubiera gente que, como ocurre ahora, los despreciara y estigmatizara azuzados por demagogos sin escrúpulos.

 

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