Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.
Siempre he admirado el sentido del humor ácido y a menudo autocrítico de los norteamericanos (especialmente, como me recuerda un amigo, ese que se ha dado en llamar humor judío). La primera vez que vi la comedia «One, Two, Three» de Willy Wilder, comprendí por qué los americanos le ganaron la guerra fría a los rusos. La película, estrenada en 1961, y titulada «Uno, dos, tres» en España, era una sátira en la que se caricaturizaba con el mismo humor vitriólico a soviéticos y norteamericanos. Solo quien es realmente superior – pensé – puede reírse así de sí mismo y pese a ello (o precisamente por ello) ganar la batalla ideológica. Casualmente, durante ese mismo año de 1961 los rusos levantaron el muro de Berlín, señal inequívoca de que habían perdido estrepitosamente la guerra, la cultural y todas las demás: eran incapaces de reírse de sí mismos y daban por eso mucha más risa.
Observo ahora las patéticas maniobras de Donald Trump para acabar con los «late shows» televisivos en los que se ríen de él y tengo la intuición de que los Estados Unidos están verdaderamente en las últimas, y que el movimiento MAGA no va realmente de hacerlos grandes de nuevo, sino de encerrarlos en una enorme mentira que los anestesie frente a un proceso irreversible de envilecimiento moral y empequeñecimiento político.
El humor sin restricciones es la prueba de fuego del clímax civilizatorio de un pueblo. Reírse sin complejos de uno mismo, tanto o más que del prójimo, es también un síntoma claro de madurez humana. En ambos casos la burla significa que se tiene la seguridad y la lucidez suficiente como para perderle el miedo y el respeto tanto a los demás como a todas las ridiculeces que uno mismo cree ser, sin que tal cosa conduzca al odio, el victimismo o la violencia, sino a la infinita y profunda compasión que – después de la carcajada – nos inspira el conocimiento profundo de lo que somos.
Por eso, que Trump – ese siniestro bufón
de sí mismo armado hasta los dientes – sea incapaz de soportar a quienes se
ríen de él o de aguantar una reunión sin que se le adule con el simulado
respeto que prestamos a los locos, no es más que una muestra evidente de la
extrema debilidad del personaje y, con ella, de la decadencia de todo lo que
este representa. Porque la risa y la sátira sin límite marcan el clímax de una
civilización, pero también el principio de su caída. El gran ciclo de la
comedia americana que culmina en los sesenta y prosigue de forma más
histriónica y vulgar en la era dorada de los «late shows» televisivos se acaba
en los USA de Trump (tal como se acabó la Atenas de Aristófanes o el Siglo de
Oro español). Y todo hace temer que tras el fin de esa eclosión de luz y
libertad vuelva – siempre vuelve – el fanatismo, la guerra y la lenta agonía de
una civilización destinada a disolverse como tantas otras. Es lo que ocurre
cuando la burla, irreverente y herética por definición, desata la tormenta del
resentimiento en todos aquellos (líderes o liderados) que, incapaces o
marginados del ejercicio trascendental de la risa, necesitan volcar su
humillación sobre los «chistosos de la clase», chivos expiatorios de todos los
que guardamos un prudente silencio de muerte ante los tiranos que andan tomando
y rondando el poder.
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