Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Lo primero para entender el fenómeno de
la corrupción es dejar de relacionarlo con un supuesto estado de relajación o
debilidad moral. El «corrupto» es moralmente activo: se inspira en valores y
actúa, además, con no poco valor o coraje ético, en cuanto se arriesga a perder
su libertad y posición social por fidelidad a sus principios y objetivos. ¿Cabe
una conducta formalmente más virtuosa que esa?
Los valores del «corrupto» no son tampoco
los valores de una secta malévola que conspirara contra la sociedad, sino los
valores transmitidos por prácticas sociales, por personajes que lideran el
mundo y por gran parte de las representaciones, símbolos o imágenes que
consumimos cada día. Son los valores del éxito entendido como acumulación de
poder y riqueza; es el valor del bien privado (sea el propio, el de la familia,
el del partido, el de la empresa) sobre el bien común; es el valor de la
competencia y la lucha feroz frente a otros; es el valor de la astucia y el
oportunismo sin escrúpulos como medios para conseguir lo que te propones… Que
todos estos valores, exhibidos por líderes, empresarios o artistas que la gente
admira, sean contrarios a los que declama la retórica política (la igualdad, el
servicio a la sociedad, la cooperación, la honestidad, etc.) no es culpa de los
«corruptos». Y qué ellos se aprovechen de esta enorme hipocresía (para mejor
lograr y legitimar sus objetivos) no es tampoco inmoral, sino algo plenamente
consecuente con sus valores.
Una vez admitido que lo que llamamos
«corrupción» política es un hecho moral, y suponiendo que realmente queramos
erradicarla (no solo en los políticos sino en el resto de la ciudadanía), lo
único que cabría hacer es combatirla con una moral mejor. Ahora bien:
¿realmente la hay? ¿Son objetivamente mejores los ideales del humanismo
ilustrado que los del mercado global? ¿Por qué deberíamos anteponer la
cooperación a la competencia? ¿Es verdaderamente mejor ser honestos que ser
astutos y mentir y actuar según convenga? ¿Por qué es preferible «servir a los
demás» que «servirse de ellos»?
Leí hace poco a un filósofo defender que
el problema de los «corruptos» era su incapacidad para entender el altruismo
como un rasgo específicamente humano, y al que, por eso mismo, debemos
reverencia moral. ¿Pero por qué no entender también al capitalismo, o a la
capacidad para engañar, explotar o dominar sistemáticamente a otros, como
rasgos específicamente humanos y (por ello) moralmente admirables?...
Desengáñense: no hay otro camino que el de ser honestos (al menos, con nosotros
mismos) y buscar argumentos que demuestren que, pese a todo, es mejor no ser un
corrupto que serlo. Hagan la prueba. No es en absoluto fácil.
No hay comentarios:
Publicar un comentario