Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura
Vivimos tiempos tan prodigiosamente repetitivos que hay cosas que parecen nuevas. Entre ellas la capacidad para generar fácil y rápidamente imágenes falsas e hiperrealistas (videos ficticios de personas reales, hologramas sonoros de artistas muertos, mundos virtuales alucinantes…). Lo que antes era potestad mágica de brujos y artistas, y de quienes podían pagarles, ahora está al alcance de cualquiera que se maneje con la IA y con unos pocos programas de ordenador. Y lo grande es que todo esto no deja de ser un gran progreso. No solo porque contribuya a democratizar (y desacralizar) el juego de fantasmas y fantasías con que se nos presenta y representa el mundo, sino también porque los grotescos efectos de esa manipulación masiva de imágenes nos empujan a liberarnos (al fin) de esa falaz idea de que las ideas han de sostenerse, precisamente, en imágenes, esto es, en la experiencia sensible de la realidad.
La tesis de que no debemos fiarnos de los hechos, y de que lo que vemos es mera apariencia, es tan antigua como la civilización. Los viejos textos sapienciales de China o la India, o los diálogos platónicos en Occidente, especulaban ya, de forma exquisita, sobre la imposibilidad de que las imágenes (percibidas o representadas frente a nosotros) fueran algo más que una apariencia engañosa de las cosas, un mero «parecernos» a nosotros lo que son. Incluso la ciencia, habitualmente entregada a la fe infantil en las sensaciones, parece entender hace mucho que ver no es conocer y que lo más importante se conoce sin abrir los ojos; esto es: que los datos son poco más que elaboraciones teóricas y que, en última instancia, bajo el velo de Maya de nuestras visiones no hay otra cosa que números, fórmulas, información e ideas (invisibles pero pensables, que es lo que importa).
La IA y la loca iconosfera que nos circunda (y nos habita) nos ha robado, ¡aleluya!, la fe en las imágenes, demostrándonos lo que ya sabían los más sabios (y los más astutos): que lo que vemos y nos hacen ver ha sido siempre, todo ello, una barroca construcción cultural – una ilustración de las palabras sagradas e instituidas –, y que ante ese altar envolvente e íntimo de las imágenes hemos de desarrollar el mismo talento crítico y analítico que frente al discurso de las palabras. Dicho de otro modo: que, con más o menos conciencia o buenas intenciones, sofistas y artistas (héroes todos de nuestro tiempo) son lo mismo, y que hay que desconfiar radical e igualmente de ellos, si es que queremos acabar de empezar a salir de una vez de esta vieja y oscura caverna.

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