lunes, 5 de abril de 2021

Realities y violencia machista

 

Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Periódico Extremadura

Confieso que no tengo ni idea (ni podría tenerla con los cotilleos al uso) de quién es la famosa Rocío Carrasco, su exmarido, la relación entrambos ni, en general, la pléyade de esperpénticos personajes e historias con las que goza la gente (especialmente si hay dolor “real” en escena) en el grotesco circo de la casquería mediática, pero reconozco que el fenómeno de la “docuserie” en torno a la aludida, con sus correspondientes y homologadas trifulcas, y hasta la berlusconiana participación de políticos en busca de votos (incluyendo a una ministra sumándose al tribunal sumarísimo de “Sálvame”) resulta fascinante.

Es procedente, de entrada, recordar a qué género estético-mediático pertenece el producto del que hablamos. No se trata, como se cree, de un “documental” (en un documental se presentan varios puntos de vista, intervienen expertos, se refieren pruebas…), pero tampoco de una ficción dramática (pues el personaje, sus palabras, emociones, gestos, etc., se toman aquí como reales). Encaja pues, de manera arquetípica, en el formato de “reality show” – la generación y exhibición en forma de espectáculo televisivo de vivencias dramáticas “reales” –, la suerte de pornografía o prostitución psíquica de la que vive desde hace varios decenios la televisión.

Aclarado esto, vamos a la cuestión interesante planteada en torno al éxito del “documental” sobre Carrasco: ¿puede contribuir un “reality show” a objetivos noblemente políticos como, en este caso, el de la visibilización de la violencia machista? No es sencillo responder a esto.

Partamos de la tesis de que ningún fenómeno estético con relevancia social es políticamente inocente. Lo estético (antaño ligado a la religión, luego a las llamadas bellas artes y hoy al orbe del entertainment mediático), con su fabulosa capacidad de seducción y manipulación emocional y retórica, es una dimensión fundamental de lo político y mantiene, entre otras, la función de contribuir a generar el grado de conformidad suficiente para sostener el orden social y el poder que lo administra.

Más aún, la contribución de lo estético a esa generación de conformidad obedece, según algunos sociólogos, a dos mecanismos complementarios: uno, cabe decir “directo”, por el que lo estético encarna sin más la ideología vigente (piensen, por ejemplo, en las películas o las series televisivas más convencionales), y otro “inverso”, por el que representa lo opuesto o alternativo a dicho orden ideológico, ofreciendo una vía de escape – ilusoria, claro, en tanto meramente estética – a la disconformidad y la crítica (así, por ejemplo, la literatura popular en torno al “fuera de la ley”, las parodias de carnaval, las letras de “hip-hop”, el grafiti), con el añadido de que, a veces, esta “estética de la inversión” incorpora una dimensión grotesca, de deformidad consciente, destinada a regenerar la conformidad con el orden “puesto estéticamente en entredicho”.   

Digamos, con relación a esto, que el reality parece combinar los dos mecanismos citados: celebra o asume el orden imperante (ningún reality pone en cuestión el sistema social instituido – de cuyos conflictos en el ámbito doméstico vive –) y, a la vez, escenifica un cierto cauce de liberación y subversión del mismo, quizás el más extremo y desesperado: el de la exhibición descarnada (¡en vivo y en directo!) de lo real en su versión más cruda: la del dolor o humillación de alguien ante las cámaras.

Ciertamente, lo “real” o “auténtico”, hasta en algo tan primario e inarticulado como el dolor, es siempre subversivo (frente a las convenciones en que se funda el orden social), pero dicha subversión, por modesta que sea, se desactiva del todo en cuanto pasa a ser parte del espectáculo, y el oprimido que gime o grita en el plató (y es indiferente que se trate de la víctima o el verdugo: ambos son sacrificados – como gladiadores en el circo – para solaz de todos) pasa a encarnar la esperanza de no serlo (ganando dinero, siendo famoso, liberándose de la esclavitud o el trabajo) para reintegrarse, de modo ejemplarizante, en el sistema.     

¿Sirve, en fin, la “telerrealidad” para cambiar la sociedad? En general, no. En relación con lo dicho y especialmente con la violencia machista, la imagen que los realities presentan de la mujer y de la sociedad es, por necesidad (de guion), conservadora, de forma que todo lo que pudieran aportar excepcionalmente de bueno es fagocitado (junto a los políticos que se le acercan) por un monstruo que, en el fondo, justifica y banaliza la violencia y el dolor del que vive. No existen pues, aquí, atajos populistas. Las cosas se cambian con leyes, educación e ideas; no con Tele 5. 

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