miércoles, 29 de octubre de 2025

El acoso como institución escolar

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura y el Diario de Ibiza

El acoso escolar no es un fenómeno nuevo ni aislado. Mucho antes de que existieran Internet y TikTok, a los chicos y chicas se les acosaba brutalmente en la escuela y en la calle. Es más: a algunos de esos niños y niñas a los que nos entretenía torturar (por ser mariquitas, feos, gordos, empollones, tartamudos, extranjeros, pobres, debiluchos, demasiado sensibles o excesivamente independientes) les continuaban martirizando luego en el colegio mayor, durante el servicio militar, en el trabajo o en las verbenas del pueblo. 

Porque el acoso escolar no es más que una forma particular de ese viejo y feroz mecanismo de cohesión social consistente en linchar al que es distinto o no agacha lo suficiente la cabeza. Sacrificar al otro, al diferente, al monstruo, a la bruja, al hereje sirve para homogenizar y disciplinar al grupo, eliminando diferencias perturbadoras y mostrando lo que le pasa al que no es – o no se somete – como los demás. Al fin, nada nos une visceralmente más que fustigar, odiar y apalear juntos; eso y el pánico atroz a convertirnos en la próxima víctima.

¿Tendría que estar la escuela libre de este poderoso sistema de control social? Depende. Si la entendemos como mero instrumento de reproducción del «statu quo», la respuesta es rotundamente negativa, y la escuela ha de concebirse, ella misma, como un enorme mecanismo de acoso escolar en que los maestros ningunean la voluntad de los niños a golpe de disciplina cuartelera, humillando públicamente a los que no se ajustan a los estándares académicos o sociales, mientras que los matones de clase hacen lo propio con las normas mafiosas y no escritas que sostienen la estructura social.

¿Puede la escuela ser algo distinto a una institución diseñada para el acoso? Desde luego. Si en lugar de un instrumento de reproducción de los valores imperantes (básicamente, los de la vida entendida como un juego cruel de ganadores y perdedores para el que hay que endurecerse y aprender a pelear, vencer y humillar a los demás) se convierte en un medio de transformación colectiva que cambia la disciplina ciega, la intimidación, la competitividad y la evaluación obsesiva, por el espíritu crítico, la autonomía, la cooperación y la responsabilidad personal. En otro caso, darán igual las charlas, los talleres, los protocolos y los psicólogos; el acoso escolar seguirá siendo una manera más de imbuir en niños y niñas que la vida es una jungla en la que hay que aprender a pisar para no ser pisados, marginar para no ser marginado y hundir a otros en la miseria para triunfar y ser el tipo poderoso que deberíamos aspirar a ser. Piensen en cómo funciona el mundo, y en la pléyade de tiburones, piratas y matones que lo dirigen, y se harán una idea cabal de la bestia acosadora y omnipresente que tenemos delante.

 

miércoles, 22 de octubre de 2025

La moral del corrupto

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura y el Diario de Ibiza.

Lo primero para entender el fenómeno de la corrupción es dejar de relacionarlo con un supuesto estado de relajación o debilidad moral. El «corrupto» es moralmente activo: se inspira en valores y actúa, además, con no poco valor o coraje ético, en cuanto se arriesga a perder su libertad y posición social por fidelidad a sus principios y objetivos. ¿Cabe una conducta formalmente más virtuosa que esa?

Los valores del «corrupto» no son tampoco los valores de una secta malévola que conspirara contra la sociedad, sino los valores transmitidos por prácticas sociales, por personajes que lideran el mundo y por gran parte de las representaciones, símbolos o imágenes que consumimos cada día. Son los valores del éxito entendido como acumulación de poder y riqueza; es el valor del bien privado (sea el propio, el de la familia, el del partido, el de la empresa) sobre el bien común; es el valor de la competencia y la lucha feroz frente a otros; es el valor de la astucia y el oportunismo sin escrúpulos como medios para conseguir lo que te propones… Que todos estos valores, exhibidos por líderes, empresarios o artistas que la gente admira, sean contrarios a los que declama la retórica política (la igualdad, el servicio a la sociedad, la cooperación, la honestidad, etc.) no es culpa de los «corruptos». Y qué ellos se aprovechen de esta enorme hipocresía (para mejor lograr y legitimar sus objetivos) no es tampoco inmoral, sino algo plenamente consecuente con sus valores.

Una vez admitido que lo que llamamos «corrupción» política es un hecho moral, y suponiendo que realmente queramos erradicarla (no solo en los políticos sino en el resto de la ciudadanía), lo único que cabría hacer es combatirla con una moral mejor. Ahora bien: ¿realmente la hay? ¿Son objetivamente mejores los ideales del humanismo ilustrado que los del mercado global? ¿Por qué deberíamos anteponer la cooperación a la competencia? ¿Es verdaderamente mejor ser honestos que ser astutos y mentir y actuar según convenga? ¿Por qué es preferible «servir a los demás» que «servirse de ellos»?

Leí hace poco a un filósofo defender que el problema de los «corruptos» era su incapacidad para entender el altruismo como un rasgo específicamente humano, y al que, por eso mismo, debemos reverencia moral. ¿Pero por qué no entender también al capitalismo, o a la capacidad para engañar, explotar o dominar sistemáticamente a otros, como rasgos específicamente humanos y (por ello) moralmente admirables?... Desengáñense: no hay otro camino que el de ser honestos (al menos, con nosotros mismos) y buscar argumentos que demuestren que, pese a todo, es mejor no ser un corrupto que serlo. Hagan la prueba. No es en absoluto fácil.

miércoles, 15 de octubre de 2025

Extremadura, propiedad privada

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


Si pone usted sus ojos soñadores sobre cualquier rincón del mapa extremeño verá, perfectamente localizados, viejos castillos medievales, románticos monasterios en ruinas, espectaculares dólmenes, enigmáticas pinturas rupestres, castros misteriosos, lujosas villas romanas, árboles singulares y parajes naturales de recóndita y secreta belleza. La única pega es que, a menos que le vaya saltarse vallas, incumplir leyes y huir de toros y mastines, difícilmente podrá visitar la mayoría de esos monumentos.

Porque en esta santa región todo, casi absolutamente todo, es propiedad privada y, salvo raras excepciones limitadas a los monumentos más conocidos, es prácticamente imposible visitar lo que prometen los mapas (y hasta los propios folletos turísticos) sin toparse con la puerta de una finca cerrada a cal y canto, o sin que el propio camino se difumine o cierre invadido por la maleza, el surco del tractor o un vallado no previsto. ¡Dudo que haya región de España donde se consuma más alambre de púas que aquí!

Y no se trata de desalambrar y repartir la tierra, por Dios, y menos ahora que vuelve la moda, entre las grandes fortunas, de comprarse un latifundio en Extremadura (cosas del «país comunista» en el que, según algunos, vivimos). Se trata de que si tienes la suerte (o incluso el mérito, si tal cosa existe) de poseer un castillo del siglo XV o una finca con restos históricos, compartas ese bien permitiendo visitas limitadas, a cambio, por ejemplo, de que se te ayude a conservarlo o, simplemente, del honor de ofrendar a tus conciudadanos un bien patrimonial.

Sobra decir que muchos de esos bienes, y los correspondientes accesos, tendrían que ser de titularidad pública. La propiedad privada no debe ser (ni de hecho es) irrestricta. Además, y salvo en edificios históricos a restaurar, adquirir y mantener esos bienes no tendría por qué representar una inversión desproporcionada. Aunque con cualquiera de los dólmenes, castros o ruinas romanas que tenemos tirados por ahí montarían, en otros países, un complejo turístico, aquí no haría falta tanto. Bastaría con negociar un acceso y un régimen de visitas con los propietarios, disponer una estructura básica y fácil de mantener (sistemas de vigilancia a distancia, paneles con información digital) y organizar grupos de voluntarios y guías locales (hay gente encantada de mostrar a los visitantes el patrimonio cultural de su comarca). Es lo que toca si, además de permitir el acceso de todos a lo que deberían ser bienes comunes, queremos que Extremadura sea un destino turístico de primer orden

Mientras, no estaría mal mantener libres y utilizables los caminos públicos, las cañadas, los cordeles, las servidumbres de paso o los accesos a las riberas de los ríos (algo a veces imposible); limitar o prohibir la caza en los parques naturales y, por supuesto, en los nacionales como Monfragüe (aventurarse en ellos cuando se abre la veda o se realizan batidas es jugarse literalmente la vida); y transmitir a las nuevas generaciones la belleza y la riqueza cultural que guardan todos esos lugares mágicos… ¡pudiéndoles llevar a ellos! Es lo menos que se despacha en una región que pretenda ser algo más que una finca para disfrute de unos pocos privilegiados.

miércoles, 8 de octubre de 2025

El político

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


 Toda sociedad necesita referentes personales: valores encarnados en personas más o menos reales que simbolicen los valores que la comunidad comparte. En las sociedades guerreras es el héroe aristocrático, en las teocracias son los santos y profetas, y en las tiranías la figura paternal del rey o el «amado líder» … ¿Pero y en las democracias? ¿Cuál o cuáles son los referentes humanos en una sociedad democrática?

A diferencia de las viejas aristocracias, las teocracias o los regímenes totalitarios, las sociedades libres y plurales generan (como debe ser) una ingente cantidad de referentes morales: deportistas, millonarios, famosos, artistas, comunicadores, filántropos, hombres de ciencia, intelectuales, filósofos… Pero, pese a esa gran variedad, ninguno de estos tipos encarna por sí mismo los ideales democráticos.  Repárese en que ni la competición deportiva, ni el mercado, ni el arte, ni la fama o la ciencia dependen para su desenvolvimiento de reglas o valores democráticos. Tampoco el intelectual o el filósofo representa un modelo del todo adecuado. Es cierto que la filosofía es una actividad enraizada con la democracia (no solo por su origen histórico, sino por su naturaleza apegada al diálogo, la crítica o la reflexión sobre valores), pero el compromiso con la verdad del filósofo es incompatible con una concepción democrática de la justicia fundada, en último término, en la opinión y la fuerza («tal cosa es justa – se establece democráticamente – porque, tengamos o no razón, somos más los que opinamos así»).

¿Quién ha de ser, entonces, el principal referente moral de una sociedad democrática? La respuesta es esta: el político. O mejor, cierto tipo de político. Aquel que, justamente, no se comporta más que como político (no como competidor “sportivo” por el poder, no como aspirante a millonario, no como esclavo del foco mediático, no como simple tecnócrata…). Si hubiera que ser más preciso, diríamos que el ideal de político democrático es el de aquel que se asemeja al filósofo sin serlo del todo (esto es: sin anteponer el compromiso con la verdad universal al interés y la opinión de la mayoría). Su carácter habría de ejemplificar, pues, las virtudes del filósofo (la modestia socrática, el diálogo crítico, la prudencia en el uso de los medios, cierta firmeza en la consideración de los fines, la visión holística de las cosas, el interés por lo humano, la reflexión, la autocrítica, etc.), pero puestas al servicio de las opiniones y la conciliación de intereses de una comunidad concreta. Tal vez Fernández Vara fuera, con sus aciertos y errores, una buena aproximación a este modelo político.

Lo que está claro es que sin una personificación adecuada de las virtudes filosófico-políticas que distinguen a la democracia de la tiranía, nuestras comunidades quedan a merced del mar de fondo que son las luchas entre clanes, la polarización cainita y, consecuentemente, la entrega final a un autócrata que imponga la paz y el orden; aunque sea a costa de aplastar a otros o de sacrificar una libertad que empiece a ser entendida más como fuente de problemas que como un principio político irrenunciable.

 

 

 

miércoles, 1 de octubre de 2025

¿Inmortalidad para qué?

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura.


El deseo de inmortalidad es un universal de la cultura. No solo embriaga a la élite actual de tiranos y multimillonarios. Antes de ellos fue la obsesión de reyes y faraones. Y, antes aún, tema imperecedero de mitos y leyendas – la primera obra literaria conocida, la epopeya de Gilgamesh, trata justamente de la búsqueda de la eterna juventud –. Un poco más tarde, religiones como el cristianismo democratizaron la esperanza de inmortalidad entre sus fieles. Y mucho después – hoy mismo –, secularizada en forma de culto a la salud y a la lozanía juvenil, se extiende entre pobres y ricos con enorme contento de clínicas, gimnasios, terapeutas, nutricionistas, esteticistas, influencers, gurús del transhumanismo y mercachifles varios. La inmortalidad prometida por la criogénesis, la parabiosis, los tratamientos palingenésicos, las inyecciones de telómeros, los trasplantes sucesivos, los clones y otros delirios neoalquímicos representa hoy el viejo sueño del rey Gilgamesh revestido de tecnología e historias marcianas. 

Y no es que la inmortalidad (o, mejor, la longevidad) esté mal en sí. ¡Quién la pillara! El problema está en qué hacer con ella. Decía Borges que los inmortales, en su desolada e infinita existencia, estaban fatalmente condenados a tomar todas las decisiones posibles (incluyendo las peores). ¿Pero por cuál de ellas empezar? ¿Cómo darle sentido a una vida mucho más larga que la presente?  ¿Estaríamos trescientos años tomando cañas o viendo series – o, si prefieren la versión VIP, navegando en yate y celebrando orgías –? 

Los optimistas pensamos que vivir puede ser algo bueno y que, en ese caso, merecería la pena hacerlo casi para siempre, pero no tenemos claro qué es una vida buena. ¿Es una vida dedicada a procurarse placer constantemente? ¡Agota solo imaginarlo! ¿Es una vida consciente de la finitud de la muerte, como rezan los ateos más sombríos? Pero que la vida acabe en nada no parece para nada bueno. ¿Entonces?... Podríamos recurrir al tópico de que la vida buena es la vida con sentido, es decir, la vida proyectada hacia un fin más valioso que ella misma. Esto también vale para la vida de talla pequeña que vestimos ahora (aunque en esta, por la brevedad del pase, es más fácil disimular la falta de orientación). 

¿Y cuál podría ser el fin que diera sentido a la vida? – nos preguntamos todos –. Decía Platón que el secreto de la inmortalidad estaba en una cierta forma de «procreación», no en la belleza de los cuerpos o en la nobleza de las almas (ni los hijos ni la fama nos aseguran una auténtica inmortalidad), sino en el amor a la verdad. Solo quien conoce ama, decía también el sabio Paracelso; y solo quien ama se hace uno con lo amado. Quien ama la verdad se descubre, pues, tan eterno y pleno como ella. Los adultos disfrazados de jóvenes que dominan el mundo no comprenden todavía esto; su deseo de inmortalidad revestida de eterna juventud está lejos de la plenitud del sabio y, por ello, más cerca de un eterno y tedioso retorno de lo mismo que de una verdadera longevidad. ¿Tendrán tiempo de darse cuenta?


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