Este artículo fue publicado originalmente por el autor en el diario.es Extremadura
Las leyes políticas, y el orden social
que instituyen, no sirven de nada si carecen de poder. Una ley o
institución política es poderosa si la gente se conforma con ella y
la obedece. Esta conformidad con la ley se puede generar, hasta
cierto punto, por coacción (es decir, por la amenaza del castigo, o
por algún premio prometido, que es la coacción en su versión más
amable). Pero esto no es suficiente. Ningún régimen político se
mantiene por pura coacción: siempre hay gente que no se deja someter
por la fuerza o el soborno. Además, los que se así se someten lo
hacen solo aparentemente, no de verdad. El modo realmente eficaz para
generar poder no es la coacción, sino la convicción. La convicción
hace que las personas se sometan voluntariamente a las leyes en
cuanto las perciben como legítimas o justas.
Ahora bien: ¿cómo convencer a la
gente de que las leyes que han de obedecer son legítimas? Un
procedimiento ideal es ofrecerle argumentos y dialogar, pero esto es
demasiado intelectual. Hay una manera mucho más efectiva y directa:
la “seducción” emocional. Es en torno a este recurso del poder
donde cabe situar al fenómeno social de la fiesta.
En toda cultura existe un sinfín de
ritos y ceremonias colectivas llamadas “fiestas”. Las fiestas
tienen muchas funciones, pero una de las más principales consiste en
celebrar y justificar – de modo emotivo, seductor, casi
inconsciente – el orden social y político vigente. Politólogos y
antropólogos como Georges Balandier han mostrado como las fiestas
legitiman el orden social de dos modos: directamente (escenificando
ritualmente el estatus quo), e inversamente (a través de
la celebración, no menos ritual, del desorden). Habría así dos
tipos básicos de fiesta: las que conmemoran las reglas e
instituciones sociales; y las llamadas “fiestas de
inversión” (como el carnaval), en las que lo que se celebra
es la ruptura con la ley y el orden (para así regenerar, de modo
sumamente “astuto”, el orden que se subvierte).
Entre las fiestas que conmemoran el
orden social están las ceremonias de entronización, las
celebraciones patrias (el día del patrón, la fiesta nacional, el
desfile de la victoria...), las festividades religiosas (las
romerías, la Semana santa...), el homenaje a seres heroicos o a
ciertos valores comunes (el Día internacional de los Derechos
Humanos, el Día del Trabajo...), o incluso ciertos acontecimientos
deportivos. También son fiestas de este tipo las ejecuciones
públicas (antaño eran días festivos), o la escenificación del
castigo al “enemigo” o "chivo expiatorio" (el hereje,
el traidor, el criminal...), por la que se saca a las calles la
figura que representa al “villano” para que sea objeto de burla y
castigo por todo el pueblo...
Todas las fiestas citadas tienen un
formato teatral (ritual, simbólico) rígidamente preestablecido (en
ellas no hay sorpresas, todo está previsto). En todas se escenifican
y celebran la jerarquía social (el desfile o la procesión son
buenos ejemplos), los valores comunes (que son sacralizados, y de los
que nadie osa burlarse), los modelos morales (los héroes, santos,
dioses y sus hazañas), la majestad de los poderosos, la identidad y
cohesión del grupo social y, en ocasiones, el origen mítico de la
comunidad (casi siempre a través del relato de la victoria del orden
– nosotros – sobre el caos – el enemigo, la naturaleza, etc.
–). Lo importante es que todas estas celebraciones dan a la
estructura social (al orden y la ley) y al propio grupo una impronta
“sagrada” (estética, emotiva, misteriosamente seductora) con la
que adquieren un poder de convicción casi irresistible.
Pero estas fiestas de institución del
orden no bastan para generar toda la conformidad necesaria para que
la sociedad funcione. Todo orden social se construye sobre la
represión de tendencias individuales muy fuertes y que nunca se
pueden controlar del todo: las pulsiones sexuales, la tentación por
la violencia, y algo socialmente más peligroso aún: la duda, la
crítica, y el cuestionamiento no ya solo del orden social presente,
sino de cualquier otro orden posible. La función del carnaval
(y de otras “fiestas de inversión”) es dar salida a estas
pulsiones invencibles que amenazan a la sociedad.
Existen cientos de ejemplos de “fiestas
de inversión” o carnavalescas: las saceas babilónicas, las
crónicas griegas, las saturnales romanas, las misas de locos
medievales, las fiestas de esclavos antillanos, o todas las formas
conocidas del carnaval – aunque a veces este esté ya tan
ritualizado que cuesta trabajo reconocer en él su primitiva función
–. En todas ellas se escenifica justo lo contrario a lo que se
celebra en las fiestas conmemorativas. En lugar de entronizar a
un rey majestuoso, se hace desfilar a un bufón o “rey de burlas”.
En vez de al héroe se celebra a un truhan pícaro y subversivo. Todo
orden se invierte: el mendigo es ahora el hombre poderoso, el burro
oficia de obispo, el varón se trasviste de mujer y, así, cada uno
se transmuta en su opuesto. La música y la danza majestuosas de la
celebración institucional se torna en ritmo desenfrenado, en
improvisación sin más coreografía que la del espasmo sexual. En
lugar del discurso o el relato mítico del orden vigente, se abre
camino la parodia, la crítica descarnada de todo, la risa sin
censura. Los símbolos sagrados se desacralizan. Se busca la
sorpresa, la aventura, en la bacanal y a través de la ingesta de
sustancias enervantes...
En los carnavales genuinos, todo asomo
de orden desaparece de las calles. La ley y la policía se esfuman, y
el desenfreno deja ver su aspecto más destructivo. El objetivo es
claro. La inversión festiva del orden ha de llegar a representarse
en su grado más extremo, el de lo salvaje y grotesco; solo así el
poder se asegura una nueva y mayor demanda de orden y un renacimiento
del deseo de conformidad. Tras los días del carnaval, el orden
social vuelve a renovar y a celebrar (mediante una nueva
escenificación festiva) su triunfo sobre el desorden natural. El
mensaje del poder aparece entonces con una claridad meridiana,
celestial, incontestable: es el caos, o Yo. El carnaval, la fiesta de
inversión, son, así, la expresión más lograda del mecanismo
metabólico por el que el poder se regenera y se perpetua a sí
mismo. No hay escapatoria. Solo la ilusión, por unos días, de que
la hay.
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