Este artículo fue publicado originalmente por el autor en el diario.es Extremadura.
Es un hecho invariable que nuestros
políticos pregonen su mercancía ideológica con la retórica del
cambio. ¿Pero qué cambio es el que quieren? Más allá de
los que solo quieren cambios cosméticos (cambios para que nada
cambie), los hay que pregonan la necesidad de una transformación
política más sustantiva. Para esto proponen reformas
constitucionales, o nuevos modelos productivos, pero apenas nada
claro sobre educación (más allá de detalles nimios – como el
asunto de la religión – o puramente políticos – como el pacto
educativo –). La educación no esta en el centro del debate público
en torno al cambio, cuando, paradójicamente, es lo único que puede
hacerlo de verdad posible.
Decía Kant que no hay revolución que
valga si antes (o a la vez) no cambian las personas, en el
sentido, como mínimo, de alcanzar una “mayoría de edad” que les
permita pensar y juzgar por sí mismas. Por eso, para que cambien las
cosas, importa relativamente poco quien gobierne (la “casta” o la
“gente” – ¿alguien cree, de verdad, que son tan distintos? –
), o que se abran uno o cien procesos constituyentes; lo que de
verdad importa es que sean los propios ciudadanos los que se
decidan a cambiar. Seguiremos siendo exactamente igual de
corruptos, violentos, machistas, irresponsables e irreflexivos
(en el grado en que lo seamos) si no nos convencemos de ser
nada mejor que todo eso.
Pero para convencerse no sirven de nada las leyes, ni cortar
ejemplarmente algunas – muchas o pocas – cabezas; de lo que se
trata, más bien, es de transformarlas. Las personas cambian
cuando cambian sus ideas. Y de eso va justamente la educación.
Cierto tipo de educación.
¿Qué educación necesitamos, si es
que queremos, de verdad, cambiar las cosas? Indudablemente, una que
tenga que ver con la propia naturaleza del cambio previsto. Nuestros
problemas, de entrada, no son relativos a este o a ningún país en
especial. Son globales. Es el mundo el que parece tomado por
una misma y errática combinación de codicia, violencia,
irresponsabilidad e ignorancia. Ni siquiera las democracias
occidentales (responsables, en gran medida, de esa combinación
depredadora e irracional) son ya las islas – exclusivas – de
justicia y libertad que solían ser. Nuestros propios hijos no solo
serán tan pobres como nuestros viejos sirvientes coloniales, sino
también esclavos del difuso conjunto de élites e instituciones
financieras que determinan, sin controles ni fronteras, la política
de los estados y, cabe decir, el destino del planeta entero. Poner
bridas democráticas y racionales a esta fuerza codiciosa y ciega
exige, no élites de intelectuales dirigiendo masas de obreros que ya
no existen, sino una masa crítica de ciudadanos educados y
convencidos de la necesidad del cambio, inmunes a mitos y sofismas,
con una visión integral de los problemas, y con la suficiente
lucidez moral para afrontar los retos e incertidumbres que
aceleradamente se generan en un mundo cada vez más globalizado.
¿Qué tipo de educación podría
generar esa masa crítica de ciudadanos? Esa es la pregunta que
debemos hacernos. La respuesta no es fácil. Pero si que podemos ir
despejando opciones, y haciendo alguna sugerencia. La educación que
necesitamos no es, desde luego, la que ahora tenemos. Pero tampoco la
que muchos proponen como panacea: la que es poco más que
adiestramiento laboral, formación de “capital humano”, o
innovación científica dirigida por el mercado. No es la educación
del informe PISA, ni la del Plan Bolonia, ni la obsesionada con el
I+D+I. Esos modelos educativos son, sin duda, perfectos para aumentar
la competitividad, pero no para cambiar el mundo. Si la
educación general se confunde con un concurso de ciencias,
tecnología e idiomas, marginando todo aquello que genera
reflexión crítica, comprensión holística y diálogo en torno a
fines y valores (todo lo relacionado, por ejemplo, con la filosofía
y las humanidades), no me imagino cómo podría prender en la gente
ese cambio civilizador a escala planetaria que necesitamos.
He mencionado a la filosofía. Es
cierto que soy profesor de esa materia. Y seguramente no tan objetivo
como quisiera. Pero estoy convencido de que la filosofía cambia
profundamente a la gente. Como poco (y ya es mucho), la educación
filosófica contribuye decisivamente a formar ciudadanos críticos
y personas íntegras (justo las dimensiones que faltan al
individuo acrítico y desintegrado de la sociedad
global para aspirar a ser un sujeto político eficiente). En el orden
de los procedimientos, la filosofía enseña a tomar distancia, a
analizar y valorar la realidad desde perspectivas distintas, y
sustentar los propios juicios en un diálogo racional con los otros y
con uno mismo. En un sentido más sustantivo, la filosofía nos da a
conocer las ideas que sostienen y rigen nuestros juicios, deseos,
emociones, acciones y pasiones, proporcionándonos, así, la
posibilidad de cambiar (nos) desde la raíz. No sé que otra cosa que
la filosofía podría garantizarnos tal nivel de libertad y de poder
de transformación (la religión, por ejemplo, suele ser más
conservadora, y su reino demasiado alejado de este mundo –
tal vez por eso parezca ser el complemento espiritual ideal del
neocapitalismo globalizado y de su aséptica ciencia –).
Ha sido la filosofía, desde Sócrates
a Russell, Habermas o Derrida, y no ninguna otra ciencia o saber, la
que (entre otras cosas) inventó para Europa algo históricamente tan
novedoso y revolucionario como el ciudadano crítico (distinto
del súbdito fiel, el confiado creyente, o el individuo
permanentemente distraído de nuestros días). No podemos renunciar a
esa conquista, que es, además, la condición de todas las que puedan
venir detrás. Por eso, cualquier diseño educativo que tenga como
fin transformar realmente las cosas ha
de disponer la formación filosófica como un objetivo
primordial. Hace unos días, como en una aparente y premonitoria
confabulación, reivindicaban lo mismo las Reales Academias
españolas, se lo oía decir, en una magnífica conferencia, al
profesor Antonio Campillo, y lo leía, a la vez, en un artículo,
circulante por las redes, de The Washington Post, en el que, además,
se planteaba seriamente la necesidad de implantar la formación
filosófica para niños, un viejo proyecto del filósofo
americano Matthew Lipman. El mensaje común era el que venimos
repitiendo aquí: dada la inanidad a la que ha llegado el debate
político – y los retos a los que la globalización nos enfrenta –
, es imprescindible una regeneración radical de nuestra condición
de ciudadanos. Frente a la jungla neoliberal, el mundo tiene que
reconstituirse como una nueva y compleja cosmopolis, dirigida
por y para la gente, desde luego, pero por gente que sea realmente
“mayor de edad”. El filósofo Platón decía que este mundo no
tendrá arreglo hasta que no gobiernen los más sabios. Si
esto admite traducción democrática, diríamos: hasta que la
mayoría de los ciudadanos no sean, en cierto modo, filósofos. Y
ese ha de ser el objetivo primero de la educación. Filosofen, por
favor, sobre ello.
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