Este artículo fue publicado originalmente por el autor en El Correo Extremadura
En cumplimiento de una ley aprobada
hace meses, los gobiernos autonómicos han comenzado a exigir a
profesores, monitores, médicos pediatras y, en general, a todos los
que trabajen con menores, un certificado de antecedentes por delitos
sexuales (agresión o abuso sexual, acoso, prostitución,
maltrato, exhibicionismo o corrupción de menores). Se supone que
aquellos que tengan antecedentes perderán su puesto de trabajo, si
lo tienen, o no podrán ejercer nunca más su oficio. A muchos les
parece de perlas este tipo de medidas que, además, está implantada
en otros países, y cuyo objetivo – se dice – es la seguridad de
niños y adolescentes. A otros, les parece una muestra
desproporcionada de desconfianza hacia trabajadores que han
acreditado su “confiabilidad” y competencia durante años, y que
ahora se ven obligados a demostrar que no son unos pederastas o unos
exhibicionistas de parque. A mi, particularmente, me parece una
medida con más carga demagógica que efectividad, y que hace centrar
la atención en un tipo específico de maltrato o abuso cuya
incidencia es estadísticamente baja (aunque mediáticamente parezca
infinita) frente a otros, mucho más frecuentes e igualmente lesivos,
y de los que no se suele hablar.
A mi juicio, hay una percepción
deforme, y poco operativa, de delitos como la pederastia. Un delito
absolutamente repugnante, pero ante el que se actúa mal, tarde, y de
manera demagógica e inconsecuente. Ya me gustaría, por ejemplo,
que toda la gente que se rasga las vestiduras ante estos delitos
sexuales (mientras no deja de seguirlos, hasta el más mínimo y
escabroso detalle, por la televisión) estuviera la mitad de
preocupada por que sus hijos tuvieran una educación afectiva y
sexual con siquiera la mitad del peso horario que el de los programas
de la tele. ¿Alguien cree, de verdad, que los delitos sexuales –
o la violencia de género, por poner otro ejemplo terrible –
pueden reducirse significativamente con certificados y medidas
punitivas, en lugar de con educación, es decir, formando
generaciones habituadas a la gestión racional, libre y respetuosa de
sus afectos, emociones e impulsos sexuales? Pues sí, aunque parezca
mentira esto es lo que creen todos aquellos para los que la educación
emocional es algo prescindible, y la educación sexual en
las aulas un tabú que no merece más que una horas en la materia de
ciencias naturales (como si la sexualidad humana no fuera más que
biología) y, con suerte, algún cursillo de prevención de
enfermedades venéreas. Eso sí, cuando aparece un caso de pederastia
en la tele, saltan como un resorte y quieren resolverlo todo a golpe
de certificados y de código penal.
Por cierto, puestos a pedir
certificados a los profesores para poder ser profesores (o a los
padres para ser padres – ¿o es que no hay padres pederastas? –
, o a los pastores de Dios para ser pastores – ¿o es que no los
hay, y no pocos, que abusan de las ovejas de su rebaño? – ), a mi
se me ocurre una larga lista, además del de estar libre de
delitos sexuales. Yo pediría también, por ejemplo,
un certificado que garantice que su poseedor no violenta la
dignidad moral de los menores a su cargo. Es
decir, un certificado que
garantice que se les consulta las decisiones que afectan a su
vida, que se les “dirige” sin autoritarismo, tirando de razones
convincentes, que se fomenta su autonomía y libertad, sin usarlos
como medios para otros fines que los suyos propios, que no se les
imponen determinados modelos morales, etc.
Pediría, también, un certificado de
honestidad intelectual, que garantice que su poseedor (profesor,
padre, pastor de la Iglesia, o cualquier otro tutor) no insufla
dogmas en las tiernas cabezas de sus pupilos, que no puebla su alma,
todavía virgen e indefensa, de terrores religiosos o sentimientos de
culpa, o que no les obliga a memorizar y repetir contenidos que no
comprende. Y todo esto a sumar a otra serie básica de
certificados que garantizasen, por ejemplo, que el profesor,
padre o tutor no es un sádico obsesivo con exámenes y deberes, ni
un sargento de marines frustrado, ni un disminuido moral que necesite
humillar a los más débiles, ni una persona “vacía” o
trastornada que proyecte en sus hijos o alumnos su vacuidad o su
angustia, ni... Ni tantas otras cosas que también suponen un abuso
imperdonable de los menores, aunque no salgan tanto en la tele.
Vamos, que el abuso sexual, con ser
gravísimo, no lo es todo. Que se abusa de los menores en muchos
otros aspectos y sentidos (el laboral, por ejemplo, sin que a nadie
le importe apenas). Que la dignidad y la identidad humana no se
reducen a los genitales. Que corromper el alma, o
la mente, es tan dañino y traumático como corromper
el cuerpo. Que el maltrato psicológico y moral deja tanta
huella, si no más, que el maltrato físico. Por eso resulta extraño
tanto afán – desencaminado, además – de proteger al menor en
uno solo de los ámbitos donde es posible dañarlo, y no en
todos lo demás. La única explicación que se me ocurre es la
del morbo que produce todo este asunto de la pederastia. Y lo
fácil que es conmover y poner de acuerdo a la opinión pública
cuando se legisla sobre este tema (por pobre e ineficaz que
resulte esa legislación), mientras que hacer buenas leyes
preventivas que traten sobre el abuso a menores de una manera
integral, es mucho más difícil y polémico. Estas últimas
leyes apenas dan réditos electorales (y sí muchos disgustos).
Promulgar exclusivamente leyes punitivas contra la pederastia, sí
que da esos réditos, de sobra. Pocas cosas excitan más a la
multitud que esa mezcla de venganza, delitos sexuales, y niños, con
las que hacen su agosto los dueños del circo mediático y los
políticos de ínfima categoría.
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