jueves, 27 de mayo de 2021

Malditos exámenes

 

Este artículo fue originalmente publicado por el autor en El Periódico Extremadura

  

En colegios e institutos están al caer los exámenes finales. Muchos alumnos de secundaria, tras finalizar los exámenes de fin de curso, continúan ahora con la preparación del examen de acceso a la Universidad. Y no pocos profesores andarán también, en muy poco tiempo, haciendo exámenes de oposición para habilitarse plenamente como examinadores profesionales. ¡Exámenes! No deja de ser curioso prestar tanto tiempo y energía a algo que, en general, no sirve absolutamente para nada – para nada bueno, se entiende, que tenga que ver la educación –.  

Que los exámenes no sirvan para nada bueno quiere decir que no solo no sirven, en general, para promover y evaluar competencias académicas o profesionales, sino que para lo que mayormente “sirven” es para todo lo contrario: para desincentivar y medir habilidades (memorización mecánica, repetición sumisa de lo que nos repiten, paciencia, resistencia psíquica, esfuerzo ciego) que solo de forma muy colateral se relacionan con las competencias que presuntamente desarrollan y califican.  

Una prueba irrefutable de la inutilidad de los exámenes es que todo lo que supuestamente aprendemos preparándolos se olvida, casi por completo, en cuanto el examen se acaba. Salvo casos excepcionales (como el del pobre Funes, el “memorioso” del cuento de Borges, que de tanto recordar era incapaz de pensar), la mayoría de nosotros no recordamos prácticamente nada (hagan la prueba) de aquello de lo que se nos examinó en el colegio, el instituto e incluso la facultad. Recordarán, eso sí, cosas asociadas a una buena clase, a la figura carismática de algún profesor, al interés, pasión o profesión que tenían o hayan desarrollado más tarde, o, incluso, a algún evento aleatorio, pero nunca, o muy pocas veces, a los exámenes. 

Por otra parte, aprender y examinarse representan procesos opuestos. Aprender consiste en asimilar, en tus propios términos, y desde tu propio juicio sobre el sentido y valor de lo que aprendes (¿cómo si no?), lo que otros o el entorno te enseñan; examinarse consiste en reaccionar a lo que se te ordena, prescindiendo tanto de tu juicio sobre su valor o sentido, como de tus propios ritmos y modos de aprendizaje. Dicho de otro modo: aprender es incorporar a tu acervo vital nuevas ideas, preguntas, niveles de conciencia, capacidades o actitudes, a través de un trabajo personal de investigación y reflexión que se alimenta de la relación con otras mentes y de la necesidad de entender e interactuar adecuadamente con el entorno; examinarse consiste en someterte a mecanismos administrativos que interrumpen, cuando no anulan, ese mismo proceso de aprendizaje para satisfacer requisitos (notas, certificaciones…) que nada tienen que ver, en sí mismos, con él.

 Por último, la creencia en que “sin exámenes y notas no se aprende” no solo insiste en el error de equiparar “estudiar para un examen” y “aprender”, sino que presupone una concepción zafia y pobre de los estudiantes, a los que se considera poco más o menos que como perros de Pavlov, adiestrables mediante aprobados y suspensos, en lugar de como personas con motivaciones e intereses propios e independientes. Sin un deseo vivo de saber, no hay educación posible; y ese deseo no se puede generar con chantajes y amenazas. Observen a un niño pequeño, a un genuino investigador, a un artista, y comprobarán que nada de lo que hacen o les mueve para descubrir, conocer o experimentar el mundo tiene nada que ver con preparar exámenes o recibir calificaciones.   

 ¿Por qué nos seguimos empeñando, entonces, en imponer a los niños  – desde primaria los podéis ver: destemplados, con las caras lívidas, bloqueados por el miedo al error y obsesionados con las malditas notas...     ese estúpido rito de iniciación a la sumisión, la ignorancia revestida de sapiencia, y a otros miserables aspectos de la vida adulta, que son los exámenes? Lo ignoro. Supongo que por incompetencia y pereza a partes iguales; algo frente a lo cual habría que ser, quizás, más expeditivos. Si la evaluación – según la ley – ha de ser “continua, formativa e integradora”, los exámenes no deberían tener lugar. Es así de simple. Más aún cuando existen cientos de actividades, en sí mismas educativas, que permiten una evaluación (y autoevaluación) mucho más precisa, compleja, equitativa y enriquecedora. 

Nada bueno se aprende, en fin, con los exámenes, sino, en todo caso, a pesar de ellos, frase esta que debería estar escrita en el frontispicio de esos cuartelillos del sistema de adiestramiento civil que siguen siendo colegios o institutos. Dejemos de perder tiempo y energía en ellos, y dediquemos esos recursos a investigar, preguntar, razonar, dialogar, experimentar y reflexionar con nuestros alumnos. Esto es, a todo lo que hacen las personas cuando les dejan serlo. 

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