Igual es impopular cuestionar esto ahora,
pero no puedo evitarlo: lo de que «el pueblo salve al pueblo» me suena a
adulación irresponsable, a consuelo sentimental, o peor aún, a consigna
antisistema de los que buscan imponer tumultuosamente el suyo. Lo siento, pero
por dulce que suene a los oídos, no creo que el pueblo se baste a sí mismo para
salvarse.
El pueblo no salva al pueblo, en primer lugar, porque no puede. El arrojo y la solidaridad demostrados por miles de personas, especialmente jóvenes, ha sido y es ejemplar. Pero con esa muestra entusiasta de entrega no basta. Las carreteras, vías, puentes o viviendas no se reconstruyen con escobones y palas. La complejidad de nuestras modernas sociedades (y sofisticadas necesidades) es tal que la intervención del Estado resulta imprescindible no solo para gobernarlas, sino también para reconstituirlas tras cualquier desastre.
Tampoco parece que el pueblo pueda librar al pueblo de aquellos que, parasitando su dolor, lo utilizan para generar odio y caos. Fíjense que mientras que el Estado ha tardado una insufrible eternidad en llegar a las zonas afectadas por la inundación en Valencia, los bulos más burdos (junto a un grupúsculo de demagogos profesionales y hooligans ultras) han proliferado en cuestión de horas.
El pueblo no salva al pueblo tal como
nadie se libra fácilmente a sí mismo de sus propias incongruencias. No podemos
exigir más recursos, ayudas, infraestructuras y servicios (frente a pandemias,
crisis, volcanes o inundaciones) y dejarnos luego seducir por la ola neoliberal
que recorta derechos y niega el valor de los impuestos. No podemos exigir
estrictas medidas de prevención (por ejemplo, en zonas inundables) para apoyar
después a quienes las consideran un obstáculo para el desarrollo económico (o más
bien para la especulación urbanística). No podemos cuidarnos del cambio
climático y reírle luego las gracias (e incluso votar) a quienes lo ningunean
en las instituciones. O una cosa o la otra. Las dos a la vez solo caben en la
cabeza de un niño, o en las lenguas de quienes tratan al pueblo como a tal.
A los muertos de Valencia se los ha llevado una monstruosa tromba de agua y la incompetencia de quienes no avisaron ni tomaron medidas a tiempo. Sin duda. Pero la responsabilidad de la irresponsabilidad de esos políticos, junto a muchas de las circunstancias e incongruencias que han rodeado esta catástrofe (y las anteriores y las que estén por venir), son también asunto nuestro, de todos. El pueblo no salvará al pueblo celebrando a sus aduladores o golpeando a sus torpes e inoportunos gobernantes (máxime cuando los ha elegido él), sino dando un paso adelante para participar activa y congruentemente en los asuntos públicos. El pueblo no necesita piropos, salvapatrias ni reyes que les den la mano, sino ciudadanos críticos que, más allá de «clientes» puntualmente indignados con los «servicios» del Estado, se sientan plenamente corresponsables del bien común, animándose a participar en las instituciones y el aparato civil (partidos, asociaciones, ONG…) que las rodea. En otro caso, mucho me temo que la indignación popular se quede en gritos para hoy y olvido e indiferencia para mañana.